La política neoliberal ejecutada en la década de los noventa, la recesión iniciada en 1998, el estallido de la convertibilidad que arrastró a De la Rúa a fines del 2001 y la devaluación de enero de 2002, provocaron consecuencias catastróficas en la estructura social y pulverizaron la representatividad del sistema político argentino. Los desequilibrios en la distribución del ingreso pusieron en riesgo la convivencia pacífica y liquidaron la legitimidad de los partidos.

El radicalismo sufrió de lleno el impacto. La clase media, castigada por las disminuciones salariales y la indisponibilidad de los depósitos bancarios, lo descartó con ese gesto de desprecio que transmitieron de manera muy clara los resultados de las elecciones presidenciales de 2003. El peronismo tuvo que recurrir a liderazgos improvisados, frente a una sociedad que no soportó el intento de restauración menemista.

La fractura social y la dispersión política caracterizaron a la Argentina de comienzos del siglo XXI. La creciente importancia de los liderazgos de base territorial apoyados únicamente en su presunta capacidad de gestión, pero carentes de una visión global del país y dispuestos al canje “apoyo político por obras”, acentuó la sensación de vacío ideológico, rasgo típico de los regímenes sin capacidad de transformación.

Además, los partidos políticos exhibieron dos carencias que agudizaron su crisis. En primer lugar, una falta de calidad en el debate, que alejó a quienes esperaban ideas de nivel compatible con la gravedad de la situación. La chatura de la discusión pública, la falta de envergadura intelectual de la mayoría de sus protagonistas, fue una razón más para quitar capacidad de convocatoria al sistema de partidos. Por otro lado, la tendencia a asumir conductas corporativas teñidas de interés personal o grupal, agudizó el desprestigio ético con que carga la dirigencia.

Es cierto que el ciudadano medio presta poca atención a las elaboraciones teóricas y se aburre con ellas. También lo es, que la crítica a la conducta de los políticos suele ser nada más que la transferencia de culpas generalizadas y extendidas. Pero ninguna de estas verdades sirve para disimular la pobreza de ideas y la falta de ejemplaridad en los comportamientos por parte de quienes deben exponer la mayor cuota de calidad intelectual y moral, simplemente porque pretenden gobernar. La fragmentación padecida por el sistema de partidos, su manifiesta irrepresentatividad, fortaleció el pragmatismo especulativo e individualista. La búsqueda indisimulada de la salvación personal agregó incoherencia y restó confiabilidad al sistema.

En el clímax de la crisis, algunos esperaron un fuerte crecimiento de los sectores de izquierda impugnadores del modelo democrático. Pero sucedió exactamente lo contrario: el subsidio, que sirve para enfrentar la emergencia pero no debe ser confundido con una política seria de igualación social, se convirtió en herramienta para la subordinación y la manipulación electoral, y funcionó como un instrumento de dominio al servicio de las oligarquías locales. Es decir: en la realidad cotidiana, el populismo demagógico -que consolida la desigualdad y vacía de contenido social a la democracia- extendió su cobertura territorial y deformó la voluntad popular a partir de un mecanismo innoble de aprovechamiento de la pobreza. En ese sentido, el peronismo –cualquier variante del peronismo que esté en el gobierno- insiste con el modelo de justicia social desde arriba que aplicó a lo largo de su historia y que no se apoya en un Estado redistributivo, sino ostentosamente dativo y prebendario.

El Presidente de la República repite el criterio que ha utilizado a lo largo de toda su experiencia como gobernante: concentrar y personalizar el mando. Su receta para sanear la falta de representatividad del sistema político no pasa por renovar y fortalecer las instituciones, sino por acentuar su presencia excluyente y ocupar todo el espacio que cede un Congreso irrelevante, espasmódico y resignado. Lo dice con claridad en sus discursos y en su conducta pública: aspira a desarrollar una relación directa y personal con la gente, sin intermediaciones institucionales ni partidarias. Intenta ejercer simultáneamente dos tareas trascendentales: la de interprete de las aspiraciones populares y la de conductor político. Su confesado interés por el bonapartismo decimonónico define con claridad su concepto autoritario del poder.

Esos propósitos pivotean en la realidad -objetivamente verificable- de una economía en crecimiento. La continuidad de un ministro inteligente que afrontó de buena manera la negociación de la deuda con los acreedores privados (aunque cumple estríctamente con el débito a los organismos de crédito), una coyuntura externa muy favorable, y la aplicación de criterios ortodoxos en materia fiscal, son los componentes básicos de una política económica exitosa que, obviamente, se apoya en la brutal devaluación de comienzos del 2002.

Para el plazo más largo, la pretensión presidencial consiste en reorganizar el sistema político argentino en base a dos grandes núcleos, de centroderecha y de centroizquierda, al estilo europeo. Pero no hay que confundirse: en realidad , se trata de una política de poder en la que los contenidos ideológicos son nada más que una cobertura retórica . El Presidente quiere construir un aparato propio a partir del manejo presupuestario, que utiliza sin escrúpulos ni controles externos, para la captación de dirigentes con dominio territorial cuyo origen y antecedentes no importan a esos efectos. En ese aspecto, su técnica de acumulación no se diferencia de la ya que aplicó Duhalde en Buenos Aires para alcanzar los mismos objetivos. Por eso, la definición de “centroizquierda” no es otra cosa que un recurso de conveniencia coyuntural, que no responde a ningún contenido concreto.

Pero además de esos métodos de manipulación electoral y de captación tomados del populismo oligárquico , la definición centroizquierdista es impropia por otras razones . En primer lugar, porque los movimientos progresistas se definen como tales cuando impulsan formas de distribución del poder que favorezcan la mayor participación autónoma de los sectores sociales, en lugar de promover su personalización y concentración. Luego, porque el desprecio por la división de poderes, la obtención de facultades especiales, la legislación de emergencia utilizada en épocas de normalidad como forma de evadir el control parlamentario, y la utilización política del presupuesto, significan la demolición del Estado de Derecho, que es un capítulo substancial en cualquier programa progresista. En tercer lugar, porque aparece una contradicción evidente: en la experiencia histórica concreta, los movimientos de centroizquierda nunca nacieron desde los gobiernos sino desde abajo, en la calle y para ponerle límites al poder concentrado.

Por último: a lo largo de su trayectoria, el peronismo demostró una enorme amplitud ideológica, que abarcó desde la izquierda violenta hasta López Rega; y sus dirigentes siempre exhibieron una extraordinaria flexibilidad para adaptar su pensamiento al de aquellos que ejercen el poder, cualquiera sea su signo, porque es el poder el que los convoca como punto de referencia de última instancia. En estos días, el Presidente intenta expresar un perfil de centroizquierda, mientras que el duhaldismo asume públicamente su carácter de centroderecha. Si el escenario político argentino queda exclusivamente en estas manos, estaremos claramente ante un modelo de partido dominante que utiliza un ala o la otra según su conveniencia coyuntural, y eso es exactamente lo opuesto de cualquier auténtica propuesta progresista.

Por esas razones, frente a este intento mistificador, es importante impulsar el debate que sirva para definir las líneas básica de un programa popular y progresista para la Argentina de hoy. De la agudeza y la inteligencia que aplique en la ejecución de esa tarea, de la coherencia que logre establecer entre sus principios permanentes y los contenidos actuales de ese programa, y de la fidelidad con que sus dirigentes ajusten a él sus acciones y su conducta pública, dependerá la utilidad social del radicalismo, su representatividad y la justificación de su existencia.

LOS TEMAS QUE DEBE INCORPORAR UNA PROPUESTA PROGRESISTA PARA LA ARGENTINA DE HOY.-

La sociedad argentina realizó un esfuerzo muy importante para recuperar la democracia. Después de décadas de inestabilidad, comenzó en 1983 un período que, tal vez con alguna generosidad, podemos calificar como estable desde el punto de vista político. Pero ya dijimos que las condiciones reales colocan al sistema en un cono de sombra, porque la pobreza y la exclusión afectan de manera notable sus bases sociológicas.

Algunos sostienen que las únicas democracias que se mantienen en el tiempo y funcionan bien, son las instaladas en países ricos. Desde el punto de vista histórico, no es tanto así: el demoliberalismo como sistema de preservación de los derechos individuales, nació en sociedades muy pobres y fue una reacción frente al poder avasallante del Estado y de los sectores dominantes que heredaron los privilegios feudales. Pero ya no es posible que la democracia funcione solo como un sistema de protección de libertades individuales y derechos políticos. Ahora, es necesario organizar un modelo articulado que incluya un método eficiente de producción y distribución de la riqueza. Es decir, las democracias modernas se apoyan en el concepto de equilibrio social.-

La Argentina de hoy es un ejemplo típico de sociedad desequilibrada que además, no viene de la pobreza. Su historia reciente exhibe una declinación económica que afecta a los sectores medios y bajos, desplazados del nivel de vida y de la dignidad social que habían alcanzado. Eso significa que además del padecimiento económico, hay un trauma cultural o moral que sufren quienes deben acostumbrarse a una caída en su calidad de vida, realmente dolorosa y notoriamente injusta.-

Por eso, cualquier propuesta progresista debe comenzar por la recuperación del equilibrio social, a partir de una política de distribución justa del ingreso nacional. En el caso específico del radicalismo, que siempre apoyó su programa en los valores de libertad y justicia, las necesidades actuales de la democracia argentina lo obligan a priorizar la búsqueda de los mayores niveles de igualdad posible para recuperar el equilibrio perdido.-

La economía argentina exhibe serias debilidades estructurales, acentuadas en la década de los noventa. El sector externo fue siempre un limitante objetivo para el crecimiento y en muchas ocasiones requirió devaluaciones dramáticas que trajeron como consecuencia fenomenales transferencias intersectoriales. Los desequilibrios físcales fueron también un factor crítico que obligó a aplicar ajustes de similar efecto distorsivo. Pero el problema básico consiste en que no completó el proceso de desarrollo que le permitiese pasar de la producción primaria a la exportación de productos elaborados con alto valor agregado. Ese salto de calidad nunca se produjo, salvo en algunos sectores y por lo tanto, la productividad global y el desarrollo tecnológico son insuficientes para abastecer a una sociedad que requiere mejorar los términos del intercambio para pagar la deuda, salir del cerrojo externo y aumentar su calidad de vida. Tampoco se trata de que Argentina tenga baja capacidad de ahorro: una parte sustancial de ese ahorro no se reinvierte y termina atesorada, aplicada a la especulación financiera y la más de las veces, fuera del país.-

La situación social es una demostración clara de los costos humanos de las decisiones políticas. La década de los noventa se caracterizó por la aplicación de una concepción individualista que acentuó la tendencia a la concentración económica típica del capitalismo. En el altar de la libre competencia, terminó sacrificado el equilibrio social. Ese escenario puso en evidencia la indiferencia moral del neoliberalismo, que deja a cada hombre librado a su suerte y termina castigando impunemente a los perdedores. Pero también reveló la especulación hipócrita del populismo, porque la marginalidad social solo encontró respuesta a través de esquemas clientelísticos que deformaron el sistema social y también el orden político, que se mantuvo formalmente liberal pero adquirió rasgos típicamente antidemocráticos, como la manipulación del sufragio.

La protesta fue un resultado lógico de esa destrucción del equilibrio. Nadie puede pretender que la gente admita la pérdida de calidad de vida y de status social sin plantear sus reclamos, porque ese tipo de desequilibrio se paga con inestabilidad y violencia.

El problema consiste en que cuando la protesta social adquiere formas antipolíticas y antiinstitucionales, afecta el funcionamiento democrático y aleja la posibilidad de recuperar el equilibrio. Ahí se produce una especie de circulo vicioso: el populismo demagógico fomenta el clientelismo, que no sirve para recuperar el equilibrio perdido, sino que tiende a consolidar la pobreza y la exclusión. Por su lado, la protesta que adquiere formas antipolíticas y antiinstitucionales acentúa también la exclusión social, porque no deja funcionar los mecanismos democráticos de corrección.-

La propuesta progresista busca potenciar las instituciones a través de la participación, e impulsar políticas activas de distribución del crecimiento que persigan el propósito de alcanzar el mayor nivel de igualdad posible. La respuesta adecuada consiste en la elaboración de un conjunto homogéneo y articulado de políticas de inversión, impositivas, crediticias, científico-tecnológico y productivas. En ese sentido, hay que terminar con la carga cultural que instaló la derecha: la intervención del Estado no solo es necesaria, sino que constituye un recurso imprescindible para devolver capacidad de incorporación a una sociedad excluyente y desequilibrada. Por supuesto, para que este propósito se cumpla, el Estado debe funcionar bien . La reconstrucción del Estado democrático constituye un capítulo esencial en la búsqueda de la igualdad.

Acá juega un rol fundamental el concepto de modernización. Está claro que no hay transformación exitosa cuando intentamos ejecutarla a partir de un modelo productivo anacrónico. El impulso a la modernización del sistema productivo es un requisito básico en un mercado globalizado. La cuestión consiste en que la modernización debe efectuarse a partir del desarrollo científico-tecnológico propio y autónomo, y tiene que apoyarse en un sistema masivo de incorporación al conocimiento, porque en el caso contrario, corre el riesgo de convertirse en un factor adicional de exclusión.-

La confrontación planteada por la derecha entre Estado y mercado también implica una deliberada falsedad conceptual. Es cierto que el mercado impulsa la producción de ciertos bienes y establece canales muy efectivos de distribución y por eso, la actitud inteligente consiste en aprovechar íntegramente esas capacidades. Pero el mercado incluye a quienes poseen cierta capacidad de compraventa, y excluye aquellos bienes que garantizan el equilibrio social porque llegan a los que tienen poca posibilidad de comprar y vender. La educación, la salud, y la seguridad públicas, así como la vivienda popular, son ejemplos típicos de bienes que el mercado no provee y constituyen instrumentos fundamentales para reducir la pobreza y la desigualdad.-

El control de capitales es importante para mantener los mercados abiertos y competitivos tanto para bienes como para servicios, porque la tendencia y la concentración monopólica es especialmente notable en los sectores financieros, que hablan de libertad de mercado pero ejercen políticas concentradas. En ese campo, el estado-nación es el único instrumento de defensa frente a las corporaciones, porque posee un elemento que ningún grupo empresario podrá adquirir jamás: la legitimidad fundada en la decisión popular.

Este proceso de transformación progresista solo podrá ejecutarse a partir de un sistema político sólido. La dispersión del sistema de partidos debilita el espacio político y lo vuelve inócuo frente al poder económico concentrado. No se trata solo de la fragmentación del sistema, sino de su desarticulación territorial, que lo limita porque dificulta la elaboración de una idea central unificadora, una visión que sirva para diseñar políticas finalistas. La dispersión territorial y la fragmentación sirven, en definitiva, a la consolidación de la pobreza, porque restan potencia transformadora a la democracia.-

La falta de ideas, la inexistencia de debates con contenido doctrinario, la indefinición programática, la carencia de una visión del país, desnaturalizan el sistema político y anulan su capacidad convocante e incorporativa. Solamente una elevación sustancial de la calidad intelectual servirá para reconstruir un sistema de partidos que hoy claudica porque no sirve para representar y defender al hombre común, ni alcanza niveles adecuados de ejemplaridad ética.

El sistema de partidos necesita recuperar la representatividad perdida.. Los argentinos, tal vez como en ningún otro momento desde 1930 en adelante, quieren vivir en democracia, pero no creen en los partidos y desconfían de los políticos. Por eso, la experiencia cotidiana nos indica que los sectores sociales, organizados o espontáneos, tienden a defenderse por sí mismos sin recurrir a la forma de intermediación institucional que se asienta en los partidos., con los riesgos de confrontación que ello implica.Por eso, la recuperación de la representatividad partidaria es un objetivo que hace al fondo y al funcionamiento del sistema político.

La política argentina debe protagonizar un proceso de ampliación horizontal y vertical . Cuando hablamos de su ampliación horizontal, queremos decir que tiene que cubrir un mayor espacio social, ejerciendo una tarea de apertura hacia los grupos que se sienten excluídos. Cuando hablamos de ampliación vertical, queremos decir que hacia arriba, debe alcanzar mayor calidad y hacia abajo, debe obtener mayor capacidad de penetración en el entramado social, mayor capacidad de comprender y transmitir las necesidades del pueblo.

Por supuesto, nuestra invocación a lo popular implica una clara diferenciación con el populismo demagógico apoyado en la política clientelística. Las propuestas de concepción popular apuntan a transformaciones de fondo con contenido altamente incorporativo, que supere el problema de la exclusión social mediante la aplicación de procedimientos participativos compatibles con el modelo democrático global. Esto significa que los planteos de superestructura, las políticas ejecutadas desde arriba hacia abajo con procedimientos autoritarios y la aplicación de criterios utilitarios para manipular desde el gobierno la relación con el hombre común, son exactamente lo opuesto del camino que debemos ejecutar para recuperar la representatividad partidaria.

En el fondo, se trata de una cuestión cultural que hace a la forma en que concebimos el poder. La propuesta progresista parte de una visión abierta, en la que el ejercicio del poder está vinculada con el consentimiento y el convencimiento, de tal manera que la incorporación del hombre común se realiza a partir de ideas que penetren su pensamiento y de actitudes que alcancen su corazón.

Por supuesto, el instrumento de ejecución de las políticas progresistas es el Estado y para concretarlas, hace falta que funcione muy bien. La búsqueda de mayor nivel de igualdad posible debe realizarse a partir de políticas públicas eficientes, que sirvan para alcanzar los objetivos planteados. Un Estado inexistente, ineficaz o ausente –como quedó demostrado en la década de los noventa- es el mejor recurso para desproteger a la gente.

Cuando hablamos de buen funcionamiento del Estado, incluimos en ese concepto el orden estríctamente político. No sólo se trata de que funcione bien el Congreso, las Legislaturas provinciales o los Concejos Deliberantes. También se trata de que funcionen bien los partidos, realizando su tarea de intermediación y de propuesta. Además de ejercer la oposición para controlar al gobierno, tienen que ejecutar esa política de ampliación horizontal y vertical, incorporando las nuevas generaciones, y proponiendo un camino alternativo que permita la libre opción. Los partidos encerrados en sí mismos, oligarquizados, conscientes nada más que de sus propios intereses, producen el efecto que hoy estamos padeciendo, que es la caída de la representatividad del sistema.

En ese marco institucional incorporativo, la economía se define como una política instrumental que debe facilitar los medios para alcanzar los objetivos de fondo . Una de las características negativas de la realidad argentina de los últimos años, consiste en que las crisis económicas sucesivas determinaron que la discusión económica ocupase el centro de la preocupación pública, desplazando la política. La perdida de representatividad de los partidos contribuyó a acentuar ese fenómeno y ayudó a que la sociedad perdiese de vista los temas esenciales que hacen a la convivencia. Caímos en la paradoja de discutir apasionadamente cuál debía ser el modelo económico aplicable, olvidando analizar para qué propósito de fondo estábamos reclamando los recursos materiales que pedímos a la economía.

Debemos encontrar un nuevo equilibrio entre crecimiento y redistribución . Es decir: debemos saber para qué queremos crecer . Obviamente, tenemos que prestar atención a la producción eficiente de bienes y servicios, a la inflación, al déficit del sector público, a la deuda y a la competitividad. Pero debemos tener en claro que la eficiencia en la prosecución de esos objetivos económicos debe estar al servicio de condiciones generales de bienestar y de calidad de vida.

La reconstrucción del sistema político es un requisito esencia para impulsar la dinámica del cambio social. Una sociedad que prolonga en el tiempo la división entre ricos y pobres no solo exhibe la claudicación ética que implica abandonar los conceptos de solidaridad y justicia, sino que debe resignarse a vivir en la violencia. Por eso, cuando hablamos de calidad de vida, no nos referimos solamente a mejorar el standard de los desposeídos, sino también garantizar una convivencia civilizada y espiritualmente retributiva para todos, incluyendo a los privilegiados, que tienen la mayor cuota de responsabilidad y deben aportar mucho más en el esfuerzo colectivo de recuperar la esperanza.

EL RADICALISMO

1.- Su identidad principista

La competencia por el poder es una función natural de los partidos políticos, pero no su propósito final .

El poder es la capacidad de influir en las decisiones sociales, y el gobierno posee los instrumentos jurídicos más aptos para ejercer esa influencia, porque la ley constituye una herramienta de alta eficacia para determinar los comportamientos de la gente. De allí que alcanzar y ejercer el gobierno sea un objetivo esencial para cualquier fuerza política.

Pero en la democracia, el poder político se apoya exclusivamente en el consentimiento de los gobernados, y para alcanzarlo, hay que convencer. Los partidos convencen cuando pueden mostrar una identidad definida, apoyada en un conjunto de valores, de ideas básicas que llamamos principios, y en una propuesta clara que describe los caminos a recorrer para alcanzarlos.

El radicalismo nació como un partido de principios. Sus definiciones esenciales estuvieron vinculadas con la soberanía popular y la defensa de los desposeídos. Su identidad y su utilidad histórica están definitivamente vinculados con esos ideales, que poseen contenidos filosóficos y morales cuyo desconocimiento sería mortal. La búsqueda del poder por las ventajas materiales que otorga, sin propósitos de fondo planteados en función de los intereses generales, demuele la identidad radical.

El compromiso principista no se recita: debe demostrarse con actitudes concretas que exhiban la solidez de las convicciones y la coherencia del pensamiento. No cumplen con ese compromiso los gobernantes radicales de cualquier nivel que aceptan la seducción presupuestaria y terminan abrazados al kirschnerismo a cambio de alguna obra pública o de cualquier candidatura. Los tránsfugas siempre encontrarán justificación retórica para su conducta, pero en realidad, solo buscan alguna ventaja personal a costa de la identidad radical.

Además, la pertenencia partidaria es una garantía para el pueblo. El dirigente que quiebra su vínculo por razones especulativas o por simple cálculo de posibilidades, defrauda la confianza que le otorgaron quienes lo votaron en función de su identificación partidaria. Y esa defraudación es especialmente descalificante cuando el desertor pretende pagar los favores recibidos, actuando como un agente de reclutamiento del gobierno. Esa forma de canibalismo puede beneficiar a sus protagonistas, pero mirado desde el sistema político, es una operación de suma cero, despreciable desde el punto de vista moral.

2.- Su condición de partido nacional.

El radicalismo puede cumplir su función política si mantiene la condición de partido nacional, porque esa es la única manera de respaldar su visión de la sociedad argentina. Por supuesto, está inscripto en la tradición federal, pero a partir de una concepción integradora que responde a la idea de una nación unida que admite un cierto nivel de autonomía local.

El federalismo es una forma de integración. La territorialización de los partidos es una forma de fragmentación que solo resulta útil a los poderes económicos concentrados, porque reduce dramáticamente la capacidad transformadora de la democracia.

La condición nacional del radicalismo también depende del funcionamiento de sus cuerpos orgánicos y de su adecuada coordinación con las representaciones parlamentarias y los gobiernos locales. Esa articulación hace a la coherencia de sus planteos

3.- El funcionamiento interno.

La legitimidad que otorgaban las elecciones internas ya no existe . Fue demolida por una razón objetiva: en los grandes centros urbanos, vota en ellas mucha más gente de la que lo hace por el radicalismo en las elecciones generales. Esa cuenta tan simple demuestra la falsedad de los padrones partidarios, el funcionamiento de aparatos mercantilizados -propios y prestados- que manipulan la libre decisión del afiliado y, en muchos casos, la instalación del fraude como patología deformante. La continuidad de un sistema tan decadente garantiza que el destino del radicalismo quede en manos de mercenarios sin ningún compromiso ideológico o ético.

Es necesario establecer un régimen de incompatibilidades que preserve la decisión política en manos del partido, sin intervención de las burocracias profesionalizadas. La continuidad de la vida democrática permitió la aparición de funcionarios profesionales que, en muchos casos, participan con carácter decisorio en la conducción y no pueden evitar que sus determinaciones se adopten en función de las necesidades propias o de las de aquellos que los designaron. Ese conflicto debe ser resuelto por un régimen apropiado de incompatibilidades que impida la confusión entre el interés personal y la decisión política.

Además, deberán establecerse límites precisos a la posibilidad de reelección indefinida en los cargos públicos, modificando la legislación electoral para otorgarle prioridad al régimen que al respecto, establezca el estatuto partidario

La defensa de la identidad radical no implica desconocer el valor de las alianzas como instrumento apto para fortalecer la acción política a partir de serias coincidencias programáticas. Pero la participación en cualquier proyecto de esa naturaleza requiere un partido fortalecido en sus convicciones morales, consciente de sus objetivos, claro en cuanto a los medios utilizables para alcanzarlos, renovado en su dirigencia, abierto hacia la sociedad y representativo. Es decir, un radicalismo fuerte, honesto e identificado con la causa popular