Acerca de la ley de paridad de género

 

Por Mónica Graiewski (*)

«Nunca he creído que por ser mujer deba merecer tratos especiales. De creerlo, estaría reconociendo que yo soy inferior a los hombres, y yo no soy inferior a ninguno de ellos»
Marie Curie

 

Hoy en día la legislación no ampara las diferencias que antes existían en función del género.

La discriminación hacia las mujeres que implicaba negarnos el derecho a voto, la potestad sobre los propios hijos o la posibilidad de administrar nuestro dinero ha quedado atrás en el tiempo, acompañando el avance de la conciencia social sobre el asunto.

Nosotras no tenemos una discapacidad que devenga de la portación de género. Al contrario. Hemos demostrado que podemos ser excelentes científicas, deportistas, dirigentes políticas, periodistas. De hecho, los últimos años de la vida política de este país estuvieron signados por la presencia de mujeres, que indudablemente llegaron a ocupar lugares de poder  por sus méritos.

El dictado de una ley que establece una discriminación en favor de las mujeres fijando una mayor cuota de participación en las listas de candidatos parece, a esta altura de los acontecimientos, innecesaria para marcar una tendencia que, de todos modos, ya se está dando.

Tal vez dentro del contexto de los primeros 90, cuando todavía estábamos  ajustando los mecanismos de la democracia, no haya sido ilógico pensar que una ley que establecía el 30% de cupo femeninobuscando aumentar la representación de las mujeres en la política lograría un cambio de conciencia en una sociedad que aún no estaba acostumbrada al ejercicio democrático, y no asociaba a las mujeres con el quehacer político.

Sin embargo, en estos más de veinticinco años hemos demostrado que –como en todos los demás rubros- no hay diferencias entre el rendimiento de una mujer y un hombre en el parlamento o en cargos ejecutivos como consecuencia de su género. Hay mejores y peores dirigentes y legisladores, pero nadie atribuye las deficiencias o ventajas a su condición de hombres o mujeres.

Las mujeres somos cada vez más protagonistas, como claramente se pudo ver en las últimas elecciones. Candidatas o no, fueron mujeres las que llenaron horas de debates públicos y propagandas en los medios, se expresaron directamente en las redes y suscitaron mayor interés que los candidatos hombres, que quedaron un poco opacados en la exposición.

En este contexto, resultaba más lógica la derogación de la ley de cupo en lugar del dictado de la ley de paridad de género, que amplíala cuota mínima de participación en las listas de candidatos que presentan los partidos en las elecciones al 50%. Una ley de estas características parece innecesariamente condescendiente, y quita –a mi entender- valor a la trayectoria y los resultados que las mujeres hemos logrado por nuestra capacidad y nuestros méritos, sin necesidad de ponernos en un lugar de carencia que, ciertamente,  no tenemos.

Las mujeres valiosas que hoy son protagonistas en política no necesitan de este tipo de instrumentos para descollar y lograr participación. La experiencia de la ley hasta ahora vigente demostró en algunos casos lo contrario: con el objetivo de cubrir el cupo, a veces integraron las listas mujeres que no son idóneas, y que solo prestaron su nombre a un hombre que está detrás de ellas detentando el verdadero poder.

Contrariamente al espíritu de la ley que se acaba de aprobar, creo que la política está llena de hombres mediocres en lugares dirigenciales y de legislación. Y que las mujeres que hoy descuellan en esos ámbitos en la Argentina–sin diferencia de partidos- son brillantes por méritos propios.

Habrá real igualdad en puestos de poder –entonces- el día en que también los hombres logren acceder a ellos por su formación, inteligencia y trayectoria, y que la idoneidad sea el único parámetro a tener en cuenta.

 

(*) Mónica Graiewski es abogada, Doctora en Derecho Privado y docente universitaria.

 

Un triunfo femenino en el Congreso

 

Por Carolina Arenes (*)

No hay cupo femenino en Brasil. La Cámara de Diputados tiene 513 bancas: 51 mujeres y 462 varones. Dame una explicación que no empiece con mach y termine con ismo». Entre los cientos de opiniones (eufóricas, indignadas, socarronas, críticas, emocionadas) que se cruzaron en la tuitósfera tras la aprobación de la ley de paridad de género en el Congreso, la intervención del periodista Bruno Bimbi tuvo la virtud de volver la discusión a su cauce. De esto es de lo que estamos hablando. No hay manera de explicar esos números -esos niveles de discriminación- si se desestima el caldo de cultivo del que surgen.

Pero como el caldo de cultivo, es decir, el entramado social y cultural, es lo que más tarda en modificarse, estas leyes, estas «medidas de acción afirmativas», como las define la ONU, tienen una acción doble: por un lado, actúan sobre una situación concreta y ayudan a corregirla -en este caso, la subrepresentación femenina en el Congreso-, y por el otro, crean conciencia, vuelven visible lo invisible.

En Brasil, donde las mujeres representan el 51% de la población, apenas llegan al 10% en el Congreso. En la Argentina, hoy se alcanza el 34%, pero en 1991, cuando las mujeres ya superaban el 50% de la población, sólo ocupaban el 4,3% de las bancas en Diputados.

La ley de cupo femenino sancionada ese año abrió el camino, pero todavía es mucho lo que falta. Algunos ejemplos: el 50% de los empleados del Poder Ejecutivo son mujeres, pero en el nivel jerárquico esa participación baja al 30%; de 21 posiciones dentro del gabinete nacional sólo tres están ocupadas por mujeres; en el Poder Judicial, donde hay mayoría de mujeres (56%), la representación también baja a medida que se sube en jerarquía: en el Consejo de la Magistratura, 23%; en cargos de camarista, 25%; en la Corte Suprema de Justicia, donde llegó a haber dos integrantes mujeres, hoy sólo queda Elena Highton de Nolasco y los dos nuevos jueces incorporados son varones; en el Congreso, desde el retorno de la democracia, nunca una mujer presidió la Cámara y las comisiones más estratégicas, donde se corta el bacalao -Presupuesto y Hacienda, Legislación General y Asuntos Constitucionales- son presididas por hombres.

El ritmo de los cambios sociales es tan lento que, de no intervenir la ley, las injusticias se perpetúan escandalosamente. Eso se consignó también en el último informe del Foro Económico Mundial: al ritmo actual, la brecha de género global tardaría por lo menos un siglo en emparejarse. Un siglo para que hombres y mujeres tengan la misma participación política, y el mismo acceso a la educación y a la salud. En cuanto al ámbito laboral, se admitió que así como vienen las cosas la paridad de remuneración tardaría cerca de 180 años.

No se trata solamente de una cultura política modelada históricamente por criterios masculinos, según las necesidades de los hombres. Se trata además de roles sociales todavía vigentes -la distribución de responsabilidades familiares- que coartan las posibilidades laborales y de capacitación de la mujer.

La emocionante jornada del viernes, en la que Victoria Donda lideró una estrategia parlamentaria de gran picardía política, mostró los logros de un proceso de aprendizaje del que antes las mujeres estaban excluidas y que muchas veces determina el éxito o el fracaso en la arena política. Adquisición de destrezas, experiencia, horas de vuelo, acumulación de capital político.

La identificación de un horizonte común -la igualdad de género, el acceso de las mujeres al lugar donde se deciden las políticas públicas que afectan la vida de todos- desbordó los alineamientos partidarios y culminó en un triunfo y una foto que tuvo gran circulación en las redes: diputadas de todos los partidos -oficialismo y oposición- celebrando emocionadas una conquista histórica.

El machismo no se va a abolir por ley, es evidente, pero las leyes y las políticas públicas ayudan a ampliar el límite de lo posible.

 

(*) Carolina Arenes es periodista. Nota publicada en La Nación Digital, 27 de Noviembre de 2017.