La catástrofe social exige la ejecución de una consistente tarea reparadora, entendida en términos yrigoyenianos. Pero también en términos de eficiencia productiva. Porque es, en forma simultánea, una cuestión de dignidad personal y de calidad económica: se trata de que el país funcione de manera inclusiva, incorporando a todos en la distribución de los bienes, pero al mismo tiempo utilizando toda su capacidad humana para la producción de riqueza. La búsqueda de un mayor nivel de igualdad es una exigencia moral que tiene su contrapartida material, porque requiere que todos formemos parte del universo de la producción y el consumo.

Es importante vincular los principios de justicia social y de eficiencia productiva, porque de otra manera el discurso igualitario corre el riesgo de convertirse en retórico, meramente formal, creador de expectativas que no encuentran la dotación de recursos necesaria para satisfacerlas y sólo útil para exhibir una conciencia sensible, pero incapaz de proveer las efectividades conducentes para solucionar las carencias.

Por eso es imprescindible que en el diseño de las políticas públicas siempre incluyamos el cálculo del costo social de las decisiones económicas y otorguemos prioridad efectiva a las metas sociales.

Por supuesto, el crecimiento económico crea más espacio para la planificación y ejecución de políticas activas. Pero debe quedar en claro que no alcanza por sí solo para impulsar adecuados niveles de igualdad. En ese sentido, la experiencia argentina es definitiva: ya vimos que en los noventa crecieron simultáneamente el PBI y la pobreza, y ese resultado aparentemente paradójico sucedió en otros países donde el crecimiento también fue capturado por sectores privilegiados que concentraron el ingreso.

Amartya Sen («Mortality as indicator of economic success and failure», The Economic Journal, enero de 1998), demostró que algunos países cuyo PBI es relativamente bajo muestran mejores índices en materia de calidad de vida -esperanza de vida, acceso a los servicios sanitarios y de salud, escolaridad, mortalidad infantil- que los que exhiben otros que cuadriplican ese producto, porque los primeros aplican políticas de distribución más equilibradas. Pero en un continente como América Latina donde la población crece aceleradamente y arrastra índices de desigualdad altísimos que no se resigna a tolerar, el crecimiento económico es indispensable para responder a la evolución demográfica y compensar las diferencias acumuladas. De ahí que la articulación entre políticas de creación y distribución de riqueza resulta básica para recorrer el camino de la reparación social.

1.- El instrumento que más sirve para aumentar la riqueza y garantizar su distribución, es el empleo de buena calidad, porque significa crear al mismo tiempo el producto y la capacidad de consumo. La plena utilización de los recursos humanos en su íntegra potencialidad física e intelectual, es la política más inteligente para encontrar el equilibrio social, la dignidad personal y la eficiencia productiva, porque evita la dilapidación -y la desocupación es la forma más dramática de dilapidación- y la exclusión.

En ese sentido, ayuda mucho la aplicación de un criterio de cuño larraldiano: es importante no concebir el salario tan sólo como el precio del trabajo, sino como la cuota parte de riqueza social que le corresponde a cada integrante de la comunidad productiva. Ese cambio en la definición del salario tendrá efectos morales, porque eliminará la penosa connotación de dependencia económica, jurídica y social que deriva del concepto tradicional, pero también los tendrá en el plano económico concreto, porque interesará al trabajador en el incremento de la productividad como camino para mejorar su participación en el producto total.

¿Cuánta pérdida económica implica la exclusión del veinticinco por ciento de la población? ¿Cuánto trabajo y cuánto talento se pierde? ¿Cuánta capacidad de consumo? ¿Cómo y cuanto afecta la informalidad a la protección del trabajador y a la financiación del gasto social? ¿Cómo se compensa el riesgo de confrontación social provocado por el tipo de exclusión crónica que padece Argentina?.

Las respuesta práctica a estas preguntas requiere que los componentes sociales y el Estado busquen coincidencias sólidas acerca de las políticas que permitan encauzar los conflictos típicos de toda sociedad compleja. La distribución del ingreso es el más importante de esos conflictos, especialmente después de un proceso de concentración económica como el que hemos padecido. Para encontrar esas respuestas, es útil recurrir al concepto «áreas de identificación».

Llamamos áreas de identificación a aquellos espacios de actividad social donde se superponen y coinciden los intereses legítimos de los distintos grupos. Son zonas de articulación que el Estado debe fortalecer para así consolidar la convivencia. La creación de empleo es una de esas áreas, porque allí se suman los intereses de la producción, del consumo (o mercado) y la estabilidad social. De ahí que las decisiones públicas siempre deben tomar en cuenta su impacto en el nivel de empleo, en la regularización de la informalidad laboral y en el salario.

2.- El concepto es conocido pero no puede omitírselo: la calidad de la educación es el elemento determinante para establecer el grado de desarrollo de una sociedad. También en este caso, el efecto es doble: la educación produce mejores seres humanos, favorece la convivencia civilizada y otorga mayor capacidad para el ejercicio de la libertad, pero al mismo tiempo define la calidad productiva, porque fija el umbral científico tecnológico. El conocimiento, entendido como insumo básico, es el factor esencial del proceso productivo moderno y por eso, constituye un atributo imprescindible en el camino de la autodeterminación política y de la equidad social.

La educación básica y la capacitación técnica cumplen una función irremplazable en la producción de los bienes que definen la modernidad de una sociedad dada y su nivel de desarrollo global. En el plano individual, permiten el acceso a empleos de mayor calidad y remuneración y habilitan la utilización de todos los recursos humanos disponibles y la plena aplicación de su potencialidad. En ese sentido, la incorporación de las mujeres a la educación superior, significó un salto cualitativo enorme desde la década de los cincuenta en adelante.

La crisis del sistema de educación pública constituye el más dramático de nuestros fracasos, porque acelera el proceso de desintegración social o, como mínimo, consagra la existencia de dos sociedades distintas separadas por una brutal brecha de desarrollo, que con el transcurso del tiempo solo se relacionarán por vía del conflicto. Ese fracaso es aún peor si tomamos en cuenta que el sistema de enseñanza pública fue el campo donde Argentina alcanzó las mayores ventajas competitivas y el más rápido proceso de integración social. Por eso, su reconstrucción es una etapa fundamental en el camino de la reparación social.

La vertiente reaccionaria del pensamiento ortodoxo sostiene que el conocimiento se puede comprar. Esa afirmación constituye una interesada falsificación de la realidad: es cierto que buena parte del conocimiento está a la venta, pero para comprar conocimiento, hay que saber qué se necesita y cómo se lo usa. Es decir: antes de comprar hay que saber. En segundo lugar, el conocimiento es un proceso de cambio constante, razón por la cual su compra genera dependencia futura. En ese sentido, decimos que la enseñanza superior con desarrollo científico propio no solo favorece la producción de más y mejores bienes, sino que otorga mayores niveles de autonomía.

En el plano estrictamente político, la mejor calidad de la enseñanza garantiza mayor calidad en la dirigencia, en las decisiones públicas y privadas, en las del Estado. Es decir: aporta un nivel superior de racionalidad y corrección técnica a las medidas de gobierno, pero también fortalece sus ingredientes morales -responsabilidad, compromiso, solidaridad, tolerancia- porque ayuda a obtener una visión integral, respetuosa de los valores humanos.

3.- La tarea reparadora que hoy pasa por alcanzar el nivel de equidad compatible con la democracia concebida no solo como sistema político, sino como forma de vida, solo podrá efectuarse si el Estado utiliza todos los instrumentos que posee para cambiar la realidad socio económica.

Eso significa que el Estado debe intervenir en el funcionamiento de la economía. La prédica conservadora colocó la palabra intervención en el index, fuera del marco de lo políticamente correcto, en el basurero de las antiguallas conceptuales. Pero no hay otra expresión que sintetice de manera tan clara cual debe ser el camino a recorrer a partir del diagnóstico ya hecho, en especial si tomamos en cuenta que la de deserción estatal fue causa determinante de la situación actual. La realidad nos ayuda. En los países centrales y en las economías emergentes exitosas, el Estado interviene: establece aranceles implícitos o explícitos, fija la tasa de interés, resuelve acerca de la convertibilidad o inconvertibilidad de la moneda, subsidia, se convierte en prestamista de última instancia, sube o baja los impuestos. En los países europeos, opera directamente ciertas áreas productivas. En el sudeste asiático y Japón, la vinculación entre el Estado y las empresas que actúan en sectores estratégicos es tan cercana, que borronea los límites que los diferencian. El gasto y la inversión públicas son utilizados con criterio macro y como forma de organizar el crecimiento a largo plazo, es decir, como instrumentos para gobernar la economía. Es verdad que en esos casos, el Estado funciona bien porque posee organización y capacidad técnica, pero lo cierto es que interviene en defensa del equilibrio social y de los intereses generales.

El gobierno de la economía requiere la aplicación de fundamentos científicos de valor universal que no son disponibles a partir de decisiones voluntaristas o demagógicas. El rigor técnico es especialmente necesario cuando se trata de economías quebradas que maneja recursos muy escasos y tienen que usarlos correctamente. A partir de la aplicación sistemática de los fundamentos, el Estado debe utilizar los instrumentos que posee: el impuesto, el gasto y la inversión; las políticas monetaria, crediticia, cambiaria y arancelaria; el salario en el sector público; los subsidios directos o indirectos. Debe diseñar políticas a mediano y largo plazo -planificación indicativa- y auditar los resultados.
4.- La política impositiva es un instrumento esencial en la redistribución del ingreso.

Si tomamos en cuenta que hace cincuenta años el trabajo recibía el 50% del ingreso nacional mientras que hoy los asalariados solo reciben entre el 25% y el 30% en tanto el capital alcanza el 70%, concluiremos que la búsqueda de un mayor nivel de equilibrio en la distribución no trabará el proceso de acumulación y favorecerá la estabilidad social, especialmente cuando la presión tributaria global, considerando todos los niveles de gobierno, apenas roza el 25% del PBI y en relación a los tributos nacionales llega al 21%, en tanto el promedio para la Unión Europea ronda el 33% y en Uruguay y Brasil alcanza el 30% (ver Lascano, «Sistema Impositivo y Desarrollo Económico», Periódico Económico y Tributario La Ley, 14/Mayo/2004, pág. 7).

Los gravámenes a las ganancias personales y corporativas, a los patrimonios y a los gastos suntuarios cumplen una innegable función redistributiva, mientras que los impuestos al consumo quiebran el principio de equidad, porque no toman en cuenta el nivel de ingresos. Obviamente, la facilidad de percepción es un argumento esencial para un fisco quebrado, pero esa urgencia recaudatoria no debe ocultar la naturaleza regresiva de esos tributos y la necesidad de reformarlos. Tampoco hay que olvidar que cualquiera sea el criterio de progresividad aplicado en el diseño de la legislación tributaria, el resultado será contradictorio si los impuestos no se cobran: la evasión favorece la concentración, agranda la economía en negro y desfinancia al Estado.

Es ciertas áreas, la planificación y el control público son el único camino para agregar equidad al sistema de relaciones sociales, aún cuando la empresa privada las opere: agua potable, saneamiento y protección del medio ambiente, transporte público, infraestructura, desarrollo científico y tecnológico. En otros, es imprescindible la inversión y la administración estatal directa: salud y educación públicas, seguridad, urbanización de áreas marginales, vivienda popular.

La coparticipación de impuestos debe regularse en función de los desequilibrios territoriales, de la realidad social de cada provincia, de su eficiencia recaudatoria y de la racionalidad en el gasto. Los desbalances en la distribución «per cápita» de los impuestos coparticipables profundiza la desigualdad y favorece la irresponsabilidad administrativa.

5.- Una causa importante de la crisis social, es la actitud corporativa de los sectores intermedios que influyen sobre la política de distribución. El Estado no adopta decisiones en el vacío o a partir de criterios meramente teóricos: recibe las presiones del mundo socio político que lo rodea, y la calidad de esas influencias condiciona el resultado final.

Las tendencias corporativas son un clásico en la experiencia argentina. Las asociaciones empresarias, los sindicatos, los colegios profesionales y también los partidos políticos muestran concepciones, prácticas y actitudes que sólo toman en cuenta el interés sectorial. Funcionan más como «lobbys» que como entidades intermedias con conciencia de los límites que es necesario respetar para no dañar el todo que integran.

En ese campo, hace falta superar la contradicción entre la democracia del sistema político y el corporativismo predominante en los grupos intermedios. Las democracias modernas solo pueden ser democracias pluralistas, en el sentido de que constituye sociedades de varios centros (Bobbio, «El futuro de la democracia», pág. 75). Esta es una realidad verificable objetivamente: hay pluralismo a nivel político cuando existen muchos partidos que compiten por el voto; lo hay a nivel económico allí donde existe una economía de mercado y empresas que compiten entre sí; hay pluralismo ideológico cuando no existe una doctrina única impuesta por el Estado, sino varias direcciones de pensamiento.

Una clave para el buen funcionamiento de una democracia pluralista consiste en que los grupos intermedios donde se asientan los centros de poder no estatal, funcionen en forma compatible con el modelo. Es decir: que sus decisiones tengan las pretensiones limitadas que exige el pluralismo, porque la democracia policentrista deja de existir o se desnaturaliza cuando uno de los centros se expande más allá de los límites razonables e impone todos sus objetivos.

La tendencia corporativa que registra la cultura política argentina -entendiendo aquí la palabra «política» no con sentido partidario sino como técnica de organización de la convivencia- favoreció la concentración del poder y del dinero, y por ese camino contribuyó a incrementar la desigualdad. La democratización de los grupos intermedios, su descorporativización, servirá para reinstalar niveles adecuados de equidad social.

6.- Frente a la emergencia, el Estado debe recurrir a la acción social directa, asistiendo materialmente a los sectores golpeados por la crisis. En esas situaciones, el subsidio, la asistencia alimentaria y el alojamiento comunitario suelen ser mecanismos de aplicación intensa.

Pero el asistencialismo no es una política social. Sirve para enfrentar los picos críticos. Una acción estatal apoyada exclusivamente en el asistencialismo constituirá lo que Hirschman llamó «políticas pobres para pobres» y el balance final dirá que hemos tirado recursos escasos en el barril sin fondo de una pobreza que no cambia. Hay que proveer a la emergencia, pero al mismo tiempo impulsar políticas de redistribución incorporativas e integradoras.

El asistencialismo puro presenta una vertiente reaccionaria: el clientelismo, generador de subordinación política y enemigo de la cultura del trabajo. Así como hay creyentes que necesitan la pobreza para ejercer la caridad, hay políticos que la utilizan para tener poder electoral y capacidad movilizadora a costa del Estado y sin respetar la dignidad ajena. Una buena política de integración social también es útil para terminar con esa lacra.