Nos parece importante reproducir el artículo del Dr. Carmelo Mesa Lago publicado por «Letras Libres» Nro. 235, el 1 de julio de 2018 porque alude a un tema de dramática vigencia en el plano social.  Juan Manuel Casella.

 

En 1967, cuando entré al Departamento de Economía de la Universidad de Pittsburgh, el decano me preguntó qué curso optativo deseaba enseñar y le dije “economía de la seguridad social”. Me miró extrañado y objetó: “¡Quién está interesado en eso!” Medio siglo después, nuestro presente le responde contundente.

Grecia fue sacudida, en el 2016, por manifestaciones y protestas multitudinarias de empleados urbanos y campesinos contra un proyecto de ley del partido de izquierda Syriza, el cual incrementaba las cotizaciones y reducía las pensiones de previsión social para evitar la bancarrota del sistema. Los griegos levantaron barricadas en calles y puertos, y organizaron una huelga general. La ley, finalmente, fue aprobada, lo que le costó al primer ministro, Alexis Tsipras, su desgaste político.

En 2008, durante su primer mandato, la presidenta de Chile Michelle Bachelet logró lo que parecía imposible: reformar la reforma que privatizó el sistema de pensiones en tiempos de la dictadura de Pinochet. Dicho sistema se había convertido en “gloria nacional”, fue apoyado por los organismos financieros internacionales y se extendió por América Latina y Europa Oriental. Aunque la re-reforma introdujo mejoras notables, subsistieron algunos problemas. Por ello, en su segundo mandato, Bachelet nombró una comisión de expertos (incluyéndome) que, tras un año de estudio, en 2015, aprobó por mayoría 56 recomendaciones para corregir las fallas pendientes.

Debilitada, sin embargo, por un escándalo de corrupción, la presidenta tuvo que cambiar al ministro de Hacienda, quien era el promotor de las reformas adicionales. Por su parte, el nuevo ministro no estaba intere- sado en apoyar los cambios y estos se quedaron en el limbo. Sulfurados por ese año de inercia, un millón de chilenos se lanzaron a la calle protestando contra las administradoras privadas (AFP) y demandando mejores pensiones. Bachelet intentó, al final de su periodo, que se aprobaran algunas de las reformas necesarias, como la creación de una AFP pública y el aumento de las cotizaciones de los empleadores. No tuvo éxito.

Y ahora mismo, en Nicaragua, está ocurriendo una rebelión sangrienta. Durante decenios se vaticinó (yo también lo hice) la bancarrota del sistema de seguridad social de ese país. Sin embargo, en el segundo mandato de Daniel Ortega se agregó una pensión anticipada, el fondo se invirtió en bienes raíces ilíquidos y se dispararon los gastos administrativos. Esto provocó un déficit creciente, ante lo cual el presidente aprobó, sin debate previo, una ley de reforma para postergar la quiebra: aumentó en 7% las cotizaciones, que ya eran de las más altas en América Latina, y redujo las pensiones en 5%.

El pueblo respondió con manifestaciones masivas, bloqueos al tráfico y reclamos de abolición de la ley. Los empresarios que habían estado en contubernio con los gobernantes rompieron el pacto y se unieron a la protesta. Un amedrentado Ortega suspendió la reforma pero ya era tarde, el asunto se había convertido en una rebelión contra su mandato de once años, su concentración del poder y la corrupción rampante. La respuesta del gobierno fue violenta: hay alrededor de doscientas personas muertas, mil heridas y otras miles encarceladas. No dio resultado el intento de diálogo por medio de la Iglesia. El 14 de junio se efectuó una huelga general de veinticuatro horas que paralizó el país. Los días siguientes serán cruciales debido a que tres organismos presentarán informes al respecto, entre ellos, la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, la OEA y la CIDH.

¿Cuáles son las causas de estas rebeliones? Los sistemas públicos de seguridad social enfrentan graves retos, como la concesión de prestaciones nuevas sin el financiamiento requerido, la inversión inadecuada de los fondos, la maduración de los programas de pensiones y el proceso de envejecimiento demográfico. En el futuro, habrá menos trabajadores activos que financien al número creciente de jubilados, quienes desde hace tiempo viven más y cobran su pensión durante más años; a la vez, sufren enfermedades crónicas y terminales que encarecen su atención sanitaria.
Los sistemas privados de cuentas individuales tampoco están exentos de problemas, prueba de ello es su alto costo administrativo, las jugosas ganancias de las AFP y los reclamos por pensiones inferiores a las prometidas. Los asegurados, además, no están protegidos ante el envejecimiento: o bien se reducen sus pensiones o aumentan sus contribuciones, aunque supuestamente hayan sido “definidas” de forma previa.
En los Estados Unidos, el consejo de asesores de la seguridad social acaba de estimar que el fondo sanitario se extinguirá en 2026 –tres años antes de lo pronosticado en 2017– y el fondo de pensiones para la vejez lo hará un año antes. Ante ello, Donald Trump vende la ilusión de que la ley de reforma tributaria resultará en un incremento de las contribuciones (muchos republicanos sueñan con la privatización de estos servicios). Pero ya lo ha desmentido el consejo de asesores. Sesenta millones de personas serán perjudicadas si no se negocia una reforma.

Argentina y Francia han propuesto una reforma provisional.

Brasil y Colombia aceptan que necesitan cambios.

Según el Banco de España, para 2050, el costo de las pensiones subirá un 3.5% del PIB. El BBVA pronostica que la tasa de dependencia en ese país será la mayor de Europa, a razón de 78 adultos mayores por cada cien trabajadores activos.

¿Caldo de cultivo para otras rebeliones?

 

Carmelo Mesa- Lago es Profesor emérito de economía, Universidad de Pittsburgh.