Por Nicolás Teodosiu (*)

Desde hace algún tiempo se dejó de debatir y profundizar acerca del perfil que debe tener el Estado, no solo desde el punto de vista de su estructura administrativa, sino también desde el punto de vista de sus objetivos y de las consecuencias de su desempeño como generador de identidad nacional. La coyuntura actual, con sus cambiantes y acentuados inconvenientes, limita y obliga a trabajar sólo sobre ellos a los fines de resolverlos. Se dificulta entonces encontrar en los debates políticos y en las agendas de gobierno un tema central: el Estado, su perfil, su rol y sus objetivos.

Cuando hablamos de perfil del Estado no nos referimos al tamaño en sí mismo, es decir, a la cantidad de empleo público o de agencias administrativas que posee el Sector Público Nacional y las distintas administraciones provinciales y municipales. El perfil del Estado es determinado por los objetivos que tiene y los vínculos que se generan a partir de su intervención, como asimismo la posterior identificación de la sociedad con el propio Estado, lo cual se percibe por el grado de satisfacción que su desempeño y estructura le brinda. En consecuencia, el tamaño adecuado del aparato estatal surge luego de establecer los objetivos del Estado.

De un modo contundente se puede resaltar que tanto en la década del ´90, donde se desmanteló la estructura estatal impulsado bajo las políticas del “Consenso de Washington”, como en tiempos posteriores donde la presencia del Estado creció exponencialmente, lo que no se detuvo fue la degradación social de las condiciones de vida de millones de personas, el deterioro del mercado de trabajo y su creciente informalidad, la creciente concentración económica y por ende la desigualdad social. Ello, demuestra que tanto los procesos de achicamiento o crecimiento estatal no han dado respuestas satisfactorias a evidentes déficits estructurales y de gestión. El Estado se ha vuelto un generador de ineficientes bienes públicos.

Hay que tener presente que el buen desempeño del Estado brinda legitimidad política y gobernabilidad a la representación, y ello dependerá centralmente de la eficacia y eficiencia de su estructura y gestión, que radica en primer término en que el Estado proponga objetivos al conjunto social que expresen las aspiraciones de la sociedad y sean aceptados activamente por ella.

La ineficacia e ineficiencia en la producción de bienes públicos por parte del Estado se percibe en la baja intensidad del consentimiento que la sociedad presta a la autoridad y ello está ligado a la medida en que la sociedad juzga que lo que entrega (en trabajo, impuestos, cumplimiento de las normas, etc.) no es proporcional con lo que recibe a cambio (servicios institucionales, justicia, seguridad, empleo, etc.).

Es innegable que el escenario que se avizora en los tiempos que vienen plantea desafíos importantes a la eficacia y eficiencia reguladora del Estado. El tema central consiste en definir de qué modo (es decir, estableciendo qué límites o restricciones a la libertad o iniciativa individual, favoreciendo o perjudicando relativamente a qué sectores, con qué reglas, cuál es la carga tributaria, cómo se distribuyen los excedentes, etc.) se asegurará un contexto que facilite la convivencia, regule el conflicto y permita el mayor desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad.

Esos diseños políticos, que se plasman en políticas de Estado, no han encontrado en el tiempo el necesario consenso entre los diferentes actores de la política, del capital y del trabajo. Ello ha provocado una trayectoria pendular de las políticas públicas estructurales, y desde luego, han dinamitado las bases del desarrollo sostenido.

Por otro lado, no resulta menor el perfil y desempeño del Estado ya que inciden fundamentalmente en la formación de la identidad como Nación y como ciudadanía, a través de sus intervenciones e instituciones: desarrollo demográfico de su territorio, su sistema escolar, el desarrollo de la infraestructura, la participación política, el mayor o menor grado de dependencia al poder central, la distribución de recursos, el relacionamiento con el mundo, la conciencia sobre la conservación del medio ambiente, etc. A través de ellas el Estado diseña a su pueblo como Nación, es decir, como conjunto simbólico de identidad ciudadana. Es el grado de cohesión de esa identidad la que contribuye a convivir en una sociedad integrada, participativa y comprometida.

La tarea de pensar el Estado debe hacerse, y fundamentalmente debe ser iniciada y motorizada, por las fuerzas políticas que son aquellas que deben ofrecer a la sociedad una visión de cómo debe organizarse para que ella sea más justa y equitativa. Aquellos que creemos en un Estado activo, promotor y ordenador debemos impulsar la discusión sobre el perfil eficaz y eficiente que debe tener el Estado, discusión que se debe dar más temprano que tarde atento a la velocidad con la que se aproximan los desafíos del futuro.

Es momento de empezar a encontrar, entre las instituciones públicas, las fuerzas políticas y distintos actores de la sociedad civil, aquellas coincidencias que pongan en marcha un proceso de transformación de las modalidades de relación estatal respecto de la sociedad, replantear sus objetivos y las modalidades de gestión estatal.

 

(*) Abogado. Diploma de honor UBA. Miembro del Comité de provincia de Buenos Aires de la UCR.