La verdadera izquierda condiciona beneficios a superación mientras el ala populista los prodiga en fórmulas clientelares.

 

Se sostiene que los seres humanos compartimos con los chimpancés el 96.2% de similitud en nuestro ADN y sin embargo la radical diferencia entre ambas especies es ostensible. Quizá pueda suceder algo similar cuando tratamos de hacer la distinción entre una corriente ideológica populista y una de verdadera izquierda. Existe un esencial rasgo compartido que genera considerables similitudes, el cual radica en el empeño que ambas corrientes ideológicas despliegan en favor de los sectores más desfavorecidos de la población.

 

Pero son los resultados de ese empeño los que pueden establecer las grandes diferencias: las estrategias populistas tienden a perpetuar la pobreza, a fomentar actitudes de cómodo apoltronamiento, al tiempo que impulsan fidelidades y lealtades político-electorales. Por su parte, las estrategias de izquierda, si bien no siempre logran que la generación de originales beneficiarios cambie de estrato social y ya no requiera de esos apoyos, lo consiguen al menos con la siguiente generación; además fomentan el desarrollo de una conciencia de corresponsabilidad, de la necesidad de superación y de que tanto el ascenso socioeconómico familiar como la superación del subdesarrollo de los países exigen trabajo, sacrificios, esfuerzos y elevada competitividad. Se desemboca así en una ciudadanía sin dependencia de gratuidades gubernamentales y con plena libertad de ejercer un voto razonado e independiente.

 

El populismo, en la fórmula moderna en que lo conocemos, tiene estrecha dependencia y solo florece en el desarrollo de la conquista del voto universal, cuando el voto de los estratos de menores ingresos tiene el mismo valor que el de quienes detentan los ingresos más cuantiosos. Con anterioridad a ese producto del siglo XX no tenía mucho sentido desplegar una política populista, hoy tan en boga en los países con elevada desigualdad.

 

Aun cuando son múltiples los autores que consideran como característica propia e imprescindible de las corrientes populistas la existencia de un líder carismático que gana credibilidad y que tiende a concentrar y capitalizar la representación del movimiento, no he podido encontrar una explicación esclarecedora en torno a esta peculiar característica. Tengamos en cuenta que la inmensa mayoría de las corrientes ideológicas pueden tener en su origen uno o varios pensadores que les dieron cuerpo y fundamentos, pero muy difícilmente o rara vez son ellos quienes encabezan en forma muy centralizada los movimientos sociales. Tampoco es una sola persona la que tiende a destacar como líder de tales movilizaciones. En cambio, en el caso del populismo, pareciera imprescindible la prevalencia de un líder carismático que sea quien encabece el movimiento social. Existe una característica fundamental que quizá contribuya a explicar sólo en parte este fenómeno. Nadie se proclama populista ni se atrevería a exponer al desnudo su real estrategia de fondo. El populismo no tiene madre ni padre ideológico, siempre ha sido y será huérfana aunque muy atractiva ideología. Por lo general todo buen populista se presentará y proclamará como ideólogo convencido de la izquierda o como dirigente político consagrado esencialmente a procurar y favorecer los intereses del pueblo, a velar por el cuidado de sus derechos y por la satisfacción de las necesidades de los estratos sociales menos favorecidos.

 

Se presentará como adalid de la gente común y enemigo de los abusivos poderosos, pero nunca como ambicioso fanático en obsesiva persecución del poder político. Por ello es imprescindible que mantenga disimulada, encubierta al máximo esa propulsiva inclinación por el poder y que, además del consustancial y enfático discurso pro pueblo, pueda poseer alguna cualidad o desplegar acciones que lo singularicen del resto de los políticos y le brinden destacada credibilidad ante el electorado.