Durante la década de los ochenta, el radicalismo se identificó con la reconstrucción de la democracia, y lo hizo bien. Aún computando el fracaso económico final, el juicio histórico dictará un veredicto positivo: la legitimidad democrática fue tan sólida que soportó la presión convergente de la hiperinflación y las rebeliones carapintadas y aseguró -episodio inédito- la transferencia del poder a un partido de signo contrario. En los noventa, los dos acontecimientos centrales que protagonizó fueron el pacto de Olivos y la constitución de la Alianza. Esos episodios -el segundo, en gran medida consecuencia del primero- impactaron con fuerza en el espíritu radical y favorecieron la aparición en superficie de cambios profundos que venían desarrollándose silenciosamente a lo largo de la experiencia de gobierno y contribuyeron a modificar profundamente la personalidad partidaria.

El pacto de Olivos instaló la sensación social de que el radicalismo abandonaba el rol opositor. Pero tuvo otro efecto peor que ese: la nueva actitud del partido frente a Menem fue interpretada por muchos dirigentes como una legitimación implícita de los métodos que utilizaba el menemismo. Por eso, más allá de la intención de sus propulsores, ese pacto diluyó la identidad del radicalismo y debilitó sus convicciones morales. Allí nació una sensación de complicidad con el poder, de participación en sus pliegues ocultos, que sugiere que detrás de cada actitud pública hay una retribución oculta.

La década de los noventa aceleró una tendencia cuyos primeros síntomas ya se habían notado en la anterior: la profesionalización malsana de la política y la aparición de una clase dirigente que encontró en ella una forma de vida que, aparte de brindarle privilegios económicos, no produjo ningún resultado concreto a favor del hombre común. En muchos casos, y especialmente en el Gran Buenos Aires, esa tendencia terminó dominando la estructura partidaria, que evolucionó hacia un prebendarismo desembozado y corruptor.

Uno de los efectos más negativos del prebendarismo político, fue la utilización perversa de las instituciones partidarias y de los mecanismos de la democracia interna. El voto directo –instrumento tan esencial para la filosofía radical, que hasta causó la división del 57- terminó manipulado por verdaderos empresarios electorales que, aprovechando la pobreza y la marginalidad, trabajan para cualquiera que les pague. La necesidad de conservar los cargos para sobrevivir en esa corporación privilegiada, hizo que los padrones, los resultados electorales y la voluntad del afiliado se convirtiesen en objeto de deplorables transacciones comerciales ejecutadas por operadores inescrupulosos cuya habilidad esencial consiste en amañar elecciones internas. Esa tendencia también contaminó a algunos niveles superiores de la conducción partidaria, que terminaron abandonando la política para reducirse a confiar en la capacidad operativa de manipuladores desprejuiciados que confunden el interés partidario con negocios y ventajas económicas personales. El menemismo, moralmente transgresor y contagioso en grado sumo, terminó infectándonos.

El pueblo percibió el abandono de los ideales y su reemplazo por un pragmatismo lamentable y ventajero. La utilización de un discurso progresista no alcanzó frente a conductas que lo desmienten. Paradójicamente, el partido que en el 83 sirvió para reconquistar una democracia intelectualmente abierta y participativa, terminó clausurando todo debate serio y toda propuesta crítica. De esa manera, el patrimonio intelectual del radicalismo adquirió un aire de vetustez indisimulable, que acentuó la sensación de «vieja política» con que nos acusan. Las ideas perdieron frente a la especulación,y esa contradicción entre discurso y conducta desvalorizó incluso los planteos correctos –como la denuncia acerca de la intención despolitizadora de la derecha económica y política- y profundizó la pérdida de representatividad social, agravada por las contradicciones y la falta de idoneidad demostradas durante el gobierno de la Alianza. La derecha podría decir que la incapacidad creativa y la conducta de ciertos dirigentes son el motivo más notorio de la despolitización que denunciamos.

La estructura partidaria, cerrada y con claras desviaciones oligárquicas, no solo perdió su capacidad de incorporar nuevos militantes, sino que favoreció la emigración, expulsó gente. La ausencia de debate ideológico, la pérdida de calidad y la imposibilidad de competir en base a reglas de juego claras, transparentes y respetadas, produjo en muchos la convicción de que el camino partidario está definitivamente clausurado. El discurso progresista, usado como una especie de garrote, pasó a ser otro factor de exclusión y desvalorizó el pensamiento por vía de la censura «a priori». La defensa de la causa popular, función básica de la UCR, empobreció su bagaje argumentativo mientras que, simultáneamente, la falta de ejemplaridad en muchas conductas provocó la pérdida de prestigio moral. El efecto más visible de este proceso fue el resultado de las últimas elecciones: el patético proceso interno de diciembre del 2002 actuó como precipitante del estado de la opinión pública, y los candidatos de origen radical que compitieron por fuera del partido, representaron infinitamente más que los candidatos oficiales.

En las condiciones actuales «el partido radical» -la estructura formal del radicalismo- parece una cáscara vacía, porque ha relegado su condición básica de portador de valores e ideas. A partir de esta situación, parecería que la disputa por su conducción no encierra otro objetivo que el de apoderarse de cierta representatividad histórica o residual, que sirva para negociar con cualquiera que esté en el poder.

En términos de funcionamiento real, el gobierno -en su concepto amplio- lo ejerce un número reducido de personas: los que mandan son siempre menos que los que obedecen. En ese sentido es aceptable el concepto de «elite del poder» que acuñaron Mosca y Pareto.

Ese «pequeño número» también existe en la democracia. Pero lo que debe caracterizar esta forma de vida, es la competencia abierta entre esas minorías y el otorgamiento de la decisión final a los votantes. La tendencia a la formación de pequeñas oligarquías partidarias solo puede ser corregida por la existencia de una pluralidad de oligarquías en competencia entre sí, dice Bobbio («El futuro de la democracia», pág. 77).

Alguna dirigencia parece haber olvidado el valor de esa competitividad democrática, en dos sentidos: en el plano interno, recurriendo al fraude y a la manipulación para asegurar su continuidad. En el plano externo, utilizando al pacto con los gobernantes -cualesquiera sean- como forma de participación no legitimada por la decisión popular y sólo pensada en función del interés propio. De tal manera, la competencia abierta por el poder aparece mediatizada por acuerdos tácitos o expresos que no buscan resguardar la unidad nacional, sino simplemente invocarla para impedir el cambio. Esa actitud implica, entre otras cosas, que el radicalismo acepta ser parte de un sistema de partido dominante, en el que solo cumple el papel de oposición formal no competitiva.

En la última década, el radicalismo perdió visión de la Nación como una totalidad, como una unidad integradora. Más allá de las deformaciones que ya describimos y que afectan fundamentalmente a los grandes sectores urbanos, aparece otro elemento de despolitización: la dispersión en espacios menores, –provincias o municipios. Una tendencia de esa naturaleza, a mediano plazo no le sirve ni a sus impulsores más decididos, que quedarán indefectiblemente indefensos y sometidos a los poderes concentrados del gobierno nacional o de los intereses económicos. Pero fundamentalmente, atenta contra el interés del pueblo, que necesita claridad conceptual y dirección unificada para convertirse en actor decisivo en el escenario argentino. En este fenómeno de dispersión, también influye el deterioro del pensamiento creativo y de la calidad dirigencial, que no ofrecen alternativas convocantes y coherentes. Es útil y necesario conservar los gobiernos locales, factor esencial de influencia institucional. Es lícito buscar las alianzas que sirvan a ese fin. Pero siempre a partir de un compromiso claro con la causa nacional.

El eclipse radical descompensa el sistema político, ubicándolo en zona de riesgo por falta de equilibrio interno. Los que se fueron no pueden por sí solos ocupar el espacio opositor ni actuar como contrapeso suficiente de un peronismo autoritario por tradición y de un presidente de esas mismas características por su formación y su experiencia de gobierno provincial. De esa manera, el futuro puede oscilar entre un partido dominante que monopolice el poder y logre que oficialismo y oposición sean, en el fondo, la misma cosa, o un desorden anárquico por crisis en el peronismo y falta de instrumentos alternativos de encauzamiento y contención del conflicto.

Alguien afirmó que el poder es la capacidad de influir sobre las decisiones sociales. Tal como hoy se encuentra, la Unión Cívica Radical carece de ese tipo de poder, que no se localiza en los gobiernos provinciales o municipales -por buenos que ellos sean- porque está vinculado con la capacidad de transmitir una visión de la Nación como integridad, como proyecto colectivo.

Ya dijimos que la justificación histórica del radicalismo actual fue la reconstrucción democrática del 83. Nada sería peor que, por las inconsecuencias de hoy, termine arriesgando esa conquista.
LAS PROPUESTAS