Por Galo Soler Illia ¹

Conocí poco a mi abuelo: yo era un niño y él viajaba por el mundo. Eran los ’70, y en casa se hablaba de política, de las puertas para adentro. Yo veía ese hombre largo que fumaba, rodeado de otros hombres del Partido, con caras graves. A veces se dirigía a mí, con su voz gastada por los discursos, quizás recitando algún verso del Martín Fierro. Los recuerdos son vagos: alguna vacación en Córdoba, breves visitas a Buenos Aires, las caminatas por Cerrito sin custodia, hablando con la gente que lo saludaba con respeto. Hasta que el 18 de enero de 1983 me enteré de su muerte. Me impresionó ver las calles rebosantes de gente agrupada para homenajearlo, y llevarlo a pulso al cementerio. Su funeral fue el preludio de la democracia. Su importancia fue creciendo en esos años, en los que nuestra generación despertaba a la discusión política.
A partir de allí fui juntando retazos de mi memoria con anécdotas de la familia para tratar de comprender a la persona, y su poderoso legado. Arturo Illia es un caso a contramano de la argentinidad, un enigma. Conocido quizás tan sólo por su honestidad, que es un valor relativo aquí. En este barrio de Sudamérica nos gusta ser vivos, transgresores. Somos todos potenciales revoleadores de valijas con billetes. Un tipo como el viejo Illia, sin duda, incomoda. Entonces se lo mete en un rincón de la Historia, se lo esconde. Casi que se lo denigra, mostrándolo como ese provinciano bueno, honesto, pero «ineficaz».

Illia se formó y vivió como un asceta, con un profundo amor por su país, y sobre todo, por la libertad. Fue médico de pueblo por elección, y el azar y su ciencia lo llevaron a conocer la Alemania nazi. De ahí su aversión por el fascismo y por la propaganda. Nunca tuvo una casa, quizás porque no pensó en tenerla, o porque donó su sueldo de médico a un colega más joven. El pueblo de Cruz del Eje recompensó esa distracción regalándole la única propiedad que tuvo.

Nos transmitió los principios de la ética y del trabajo. Aprendimos de su lucha contra las dictaduras y el totalitarismo, contra la expoliación de nuestras riquezas, y contra los negociados: los ferrocarriles, el petróleo y los grandes laboratorios fueron sus campos de batalla. En épocas de golpe o proscripción, volvía a su profesión de médico, siguiendo con su estilo de vida austero y recorriendo el país. Recordaba los nombres de la gente y sus caras.

Fue elegido presidente con mayoría en el Colegio Electoral. Formó un gobierno con los mejores, respetó los compromisos asumidos y cumplió su plataforma de gobierno, sin pretender poner en cero el contador de la Historia. Encarnó un proyecto colectivo de país, que buscaba «la Revolución Democrática, pacífica y creadora».

Quiero recordar a mi abuelo como un tipo fuerte, un estadista. Un fino estratega, un pragmático. Un viernes anula los contratos petroleros de Arturo Frondizi, negocia en persona con los enviados de John Fitzgerald Kennedy, y lo convence de que la Argentina puede decidir sobre sus recursos. A los pocos días, Kennedy muere en Dallas. A veces me imagino que si hubieran podido trabajar juntos, el mundo sería diferente. Illia también le vende trigo a China en 1964, demostrando ver antes que nadie el potencial del Asia-Pacífico. Los sectores conservadores vieron con horror el comercio con un régimen comunista que pagaba mejor que Occidente. También buscó la apertura al Pacífico mediante la integración regional con Chile, junto con su par y amigo Eduardo Frei. La integración Latinoamericana estaba dentro de su visión geopolítica. El respeto a la República y la libertad, en su ADN.

Lo demás lo sabemos o lo ignoramos todos: el salario mínimo vital y móvil, el pago de la deuda externa, la resolución 2065 de la ONU sobre las Malvinas, la ley de Medicamentos, el extraordinario aumento del PBI durante su gobierno, pese a haber sufrido paros salvajes y 12.000 tomas de fábricas. El 23 por ciento del presupuesto para educación, el desarrollo y tecnológico científico en libertad. Según Luis Leloir: «La Argentina tuvo una brevísima edad de oro en las artes, la ciencia y la cultura, fue de 1963 a 1966.»

Los sectores antidemocráticos y las «20 manzanas que rodean a la Casa de Gobierno» decidieron derrocarlo. Salteadores nocturnos, desobedeciendo a su comandante en jefe, destruyeron un proyecto de país pujante y progresista. Se generó una noche unánime, que comenzó golpeando a los científicos, y se marchó combatiendo contra los obreros y estudiantes. Lo que vino después fue peor.

Mi abuelo vivió, respiró y generó política durante las dictaduras. Conspiró para rescatar presos políticos, fumó interminables noches en comités clandestinos y defendió los derechos humanos. Vivió una vida trashumante para mejorar la vida de su gente. Lo veíamos de a ratos, rodeado de allegados, flaco, grave, pero feliz de poder trabajar para su patria.

Se alegró al ver despuntar la democracia, y encaró su última campaña sin saberlo. Cayó al bajarse de aquella tribuna, avasallado por un cáncer. Antes de morir, en el sanatorio, miró a su alrededor y preguntó: «¿Quién va a pagar todo esto?» Lo entendimos solamente unas décadas después.

Arturo Illia es un espejo en el que los políticos odian reflejarse, sobre todo en esta época de salteadores seriales. Ese Quijote con modales de Gandhi, y con la perseverancia de un Buda, está en nuestra memoria. En esos gestos del pueblo, que ante el tsunami de saqueo y corrupción del que somos testigos, aprieta los puños de bronca, pero tiene paciencia. Gracias al ejemplo de don Arturo, sabemos que existe una manera ética y eficiente de gobernar. Y que nuestros gobernantes deben rendirnos cuentas. Ojalá la nueva Argentina sea como él, desde algún rincón de eternidad, la esté soñando.

 

Fuente: Infobae (26/06/2016). Título original: «Don Arturo, mi abuelo, un enigma».

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¹Galo Soler Illia, nacido en 1970, egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, Doctor en Química por la Universidad de Buenos Aires, Investigador Principal del CONICET, Decano del Instituto de Nanosistemas de la Universidad de San Martín.