Artículo publicado originariamente en Diario La Nación (20/04/19)
La Argentina, carente de consensos y solidez económica, gira en torno a números que parecen determinar su suerte inmediata: el precio del dólar, la imagen de los principales líderes, el nivel de inflación, las tasas de interés, el riesgo país, la confianza en el Gobierno. El valor otorgado día a día a estas variables domina el análisis y la interpretación de la realidad, sin que se repare en lo que significa confiar el destino a la cantidad y no a la calidad. Estas magnitudes, que pocos problematizan, son claves porque determinan la credibilidad de los objetos que miden. Sin reglas de juego duraderas ni referentes institucionales, operan con la volatilidad de las cotizaciones de la bolsa, donde los papeles oscilan por múltiples factores ligados a intereses materiales de corto plazo. Allí, todo se reduce a una cinta continua de cifras y siglas, sin política y sin historia. Es la expresión de una sociedad que se ha convertido en un gran mercado, donde «la relación entre compradores y vendedores es la base de todas las relaciones sociales», como escribió el filósofo Joseph Vogl, un agudo crítico del capitalismo financiero en la época de la globalización.
De estas cotizaciones, hay una que está incidiendo de manera dramática en la política y la economía: la intención de voto atribuida a Cristina Kirchner. Esa estimación frena las decisiones económicas y condiciona las estrategias de sus eventuales competidores. El motivo es una creencia, que se asume como cierta aunque haya razones para relativizarla: ella instaurará un sistema económico anticapitalista, recostado sobre Venezuela y Cuba. Si el fantasma del socialismo que evocaba el Manifiesto Comunista recorría Europa, este recorre desde Wall Street, los comités empresarios y el mercado financiero hasta las casas de millones de argentinos. Sin reflexión, los brokers asumen este dictamen: si las encuestas dicen que ella ganará las elecciones, la predicción inexorablemente se cumplirá. Y a vender. Monitorean las cotizaciones de los políticos como si fueran acciones comerciales, acaso sin advertir que los porcentajes de votos que le asignan los sondeos ocultan relaciones sociales, económicas y políticas insoslayables.
Ante esto, cabe preguntar si Cristina posee realmente las chances que se le atribuyen o es una ilusión de la demoscopia, una disciplina valiosa cuya herramientas son las encuestas, que sin embargo se extralimita al otorgar a los políticos certificados de aptitud basados en sumar opiniones que ingenuamente considera del mismo peso y valor, como cuestionó Pierre Bourdieu. La ilusión demoscópica se remonta al platonismo, que postulaba un individuo solitario, escindido de la sociedad, hasta que Hegel planteó que estaba situado en la historia e inserto en relaciones sociales dialécticas.
En términos prácticos eso significa que los sondeos podrán decirnos cuántos votarán supuestamente a Cristina, pero no sabrán responder qué pasaría si ella decidiera ser candidata y debiera abandonar su mutismo, cuáles serían las relaciones de fuerza con sus adversarios, cómo reaccionarían la Justicia que la procesó, la economía que le teme, la mitad de la sociedad que la rechaza y el peronismo que recela de ella. ¿Se configuraría una corriente irresistible que la devolvería al poder o provocaría un repudio masivo que favorecería a sus contrincantes? ¿Podría con sus antecedentes proponer un programa creíble o daría razón a sus detractores divagando con un chavismo inconducente? Demasiadas preguntas que la demoscopia no puede responder a pesar de la relevancia que los políticos, las elites y los medios le conceden.
Sobran las encuestas, falta análisis sociológico de la política. Resta considerar qué se requiere en un país como este para ganar elecciones, además de gurúes e intenciones de votos inducidas prematuramente. Se propone una enumeración somera de los recursos necesarios: armado político, adhesión de las corporaciones, dominio territorial, consenso de los gobernadores, financiamiento abundante, apoyo de los grandes medios, beneplácito internacional. ¿Los tiene Cristina? El recuento, por razones de espacio, queda a criterio del lector. Si diera positivo, habrá que reconocer su poder imbatible. Si, en cambio, arrojara que la expresidenta no posee la fuerza que se le atribuye, entonces habría que pensar que es un espejismo demoscópico al que contribuyeron mucho menos sus fieles que aquellos que la necesitan para atizar el enfrentamiento taquillero de los buenos contra los malos.
Si fuera así, estamos en problemas. Porque pasando por alto que la realidad es más compleja que las estrategias de marketing y el porcentaje equívoco de los sondeos, pueden haber convertido a Cristina en una especie de Frankenstein mediático que, aun en silencio, termine volviéndose contra sus creadores, generando en el momento menos oportuno una incertidumbre política y económica de consecuencias impredecibles.