La polémica desatada por la remoción del juez Luis Cabral por parte del Consejo de la Magistratura ha puesto en evidencia la clara intención del Gobierno de ocupar ciertos cargos judiciales estratégicos con jueces adictos. La maniobra consiste en designar jueces subrogantes a personas que no reúnen los requisitos exigidos por la Constitución respecto de su idoneidad e independencia. Los nombrados no tienen más méritos, en general, que su adhesión a los intereses de las mayorías gobernantes. Esto viola el principio básico de cualquier democracia republicana: la división de poderes y la independencia judicial.
El instrumento que se está utilizando es la reciente ley 27.145 de subrogancias judiciales, que permitirá al Gobierno nombrar «a dedo» más de 200 jueces en todo el país (cerca del 25% del total). Basta con que se traben las designaciones de las ternas para jueces titulares (que requieren dos tercios de los votos del Consejo) para que por simple mayoría se designen jueces interinos que responden al oficialismo. Esta ley resulta insostenible a la luz del texto constitucional y de los precedentes de la propia Corte Suprema de Justicia. Y los tribunales así deberían declararlo.
La subrogancia de un tribunal por ausencia del titular, cualquiera sea el motivo (renuncia, licencia, excusación, recusación), es una circunstancia transitoria y que debería ser excepcional. Debe durar, en principio, hasta que desaparezcan las razones que la motivaron o el tiempo que se le asignó (en caso de que hubiera sido a plazo). Pero esta transitoriedad de la gestión del juez sustituto no va en desmedro de su estabilidad. Es necesario que el juez que subroga tenga las mismas garantías que el titular en cuanto a estabilidad, pues de lo contrario se afectaría su independencia para juzgar. Ése ha sido el criterio de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos que le tocó decidir (no ha sido casual que todos hayan sido contra la República Bolivariana de Venezuela) y de nuestra Corte Suprema de Justicia.
La demora del Consejo de la Magistratura en la realización de los concursos necesarios para cubrir las vacantes judiciales y del Poder Ejecutivo en remitir la terna de los candidatos al Senado provocó que el número de subrogancias fuera en aumento. Así, la excepcionalidad se transformó en regla. El modo de cubrir esas vacantes ha sido problemático. Luego de que la Corte declarara la inconstitucionalidad de un reglamento del Consejo en el caso «Rozsa» y dispusiera que debía cumplirse con los subrogantes un procedimiento análogo al de los titulares, con la intervención de todos los órganos que contempla la Constitución, se sancionaron las leyes 23.372 y 26.376, que resolvieron que en primer lugar las vacantes tenían que ser cubiertas por otros jueces y, en su defecto, por sorteo entre los integrantes de una lista de conjueces elaborada por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado.
Ahora, la nueva ley 27.145 modifica esta prelación, y establece en su artículo 2° que el Consejo designará subrogantes a un juez o jueza de igual competencia de la misma jurisdicción o a un miembro de una lista de conjueces elaborada por el propio Consejo con acuerdo del Senado. Esta regla no cumple con lo decidido por la Corte Suprema y se aparta de los requerimientos constitucionales.
En efecto, cuando la Corte sostiene que en la designación del juez suplente deben intervenir el Consejo, el Poder Ejecutivo y el Senado, se entiende que la participación de estos órganos es de acuerdo con sus competencias constitucionales. En el caso del Consejo, su incorporación a la Constitución tuvo por objeto atenuar la discrecionalidad política en la designación de jueces, seleccionando a los candidatos con criterio profesional, con base en su idoneidad. La mera confección de un listado de aspirantes a subrogantes no satisface este recaudo, toda vez que no hay verificación alguna de idoneidad técnica ni personal de los abogados y secretarios que integran esas listas. Por otra parte, permitir a la voluntad de la mayoría del Consejo optar entre cubrir una vacante con un juez de la Constitución de igual competencia o elegir arbitrariamente «a dedo» a un integrante de la lista de conjueces, no se adecua al principio de razonabilidad de la potestad legislativa.
Otras disposiciones de la ley también resultan cuestionables constitucionalmente, como la posibilidad de que el Consejo designe por un plazo si no hay listas con acuerdo del Senado, o bien la posibilidad de nombrar subrogantes en tribunales que no están siquiera en funcionamiento (lo que tergiversa el concepto mismo de «subrogar» a alguien).
La remoción del juez Cabral, pocos días antes de que tuviera que resolver una causa sensible a los intereses del Gobierno -la constitucionalidad del Memorándum con Irán-, constituye un paradigma de por qué es necesaria la estabilidad de los jueces, titulares o interinos. La razón pueril que se esgrimió es que su designación era válida hasta que la vacante fuera cubierta «según el sistema institucional» y que eso ocurrió con la sanción de la ley 27.415. La expresión, sin dudas, se refiere al régimen constitucional, es decir, al nombramiento regular de un nuevo juez, y así lo expresó la Corte Suprema en el recordado fallo «Rozsa» (ver considerando 14). Pero además, la nueva ley de subrogancia resultaba inaplicable en el caso, al permitir la designación discrecional de una persona sin cumplir los pasos constitucionales en torno a su idoneidad.
En el nacimiento del constitucionalismo, en los siglos XVII y XVIII, los textos de los autores clásicos (Locke, Montesquieu y Rosseau) enfatizaban la necesidad de dividir el poder del Estado como única garantía de la libertad y de los derechos. La Constitución consagra los derechos y los límites al poder de las mayorías. Los jueces son los únicos que pueden asegurar la vigencia de la Constitución frente a los abusos de los gobernantes. Por tanto, deben ser imparciales en el desempeño de sus funciones y, para eso, independientes por definición, dado que sólo así pueden asegurar la supremacía de la Constitución y controlar los actos de los otros poderes. El juez que no es independiente y que responde a los intereses de la mayoría, no es un juez, es un empleado del poder.
Hoy en la Argentina la misma agrupación política controla la titularidad del Poder Ejecutivo y la mayoría de las dos cámaras del Congreso. La preservación de la independencia judicial exige que la designación de los jueces no dependa de la voluntad discrecional de esos poderes. De lo contrario, no tendremos magistrados que hagan cumplir la Constitución frente al abuso de los gobernantes, ni impongan a éstos el imperio de la ley. Quizás convenga recordar las clásicas palabras de Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu: «Todo estará perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas. ejerciera los tres poderes, el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares».
No terminan aquí las amenazas. Se suman las facultades sin control que ahora tiene la Procuración General respecto de nombramientos de fiscales que llevarán adelante o no la acción penal pública, y la incalificable presión que se realiza sobre el juez Fayt para obtener otra vacante en la Corte Suprema de Justicia.
Esperemos que la voluntad de la ciudadanía de restablecer el Estado de Derecho despeje estos peligros.
Ex camarista federal.