1.- El modelo económico argentino, tal como lo conocieron las generaciones actuales, se apoyó en tres pilares fundamentales: a) la eficiencia y competitividad del sector agropecuario, con capacidad para generar divisas; b) la industria sustitutiva, nacida sin planificación a partir de la década de los treinta, impulsada por el Estado a partir de los cuarenta, financiada básicamente por el crédito subsidiado y por el mercado interno cautivo en razón de los altos niveles de protección, destinada a proveer empleo a los sectores urbanos y c) el Estado, que además de ejercer las funciones propias del gobierno, asumió el rol movilizador de sectores básicos -petróleo y acero- operó directamente áreas de servicios -energía, comunicaciones, transporte, obras sanitarias- y por esas vías pretendió impulsar simultáneamente el crecimiento, la modernización de un aparato productivo que intentaba ser relativamente autónomo, y la justa distribución del ingreso.

Ese esquema empezó a encontrar sus límites a fines de los cincuenta. Desde esa época el flanco externo comenzó a convertirse en un cuello de botella que condicionó el desarrollo de la economía, todavía dependiente de las importaciones de petróleo y acero.

La disminución de la renta agraria determinó que el Estado recurriese a otras fuentes de financiación -las reservas, los fondos jubilatorios- que al agotarse, fueron sustituidos por el impuesto inflacionario. El modelo sindical, concebido con clara dependencia estatal, comprometido partidariamente y de natauraleza corporativa, comenzó a producir un efecto paradójico: acostumbrado a utilizar el salario nominal como pieza básica de su política reivindicativa, presionó sobre el Estado al que debía fortalecer, contribuyendo a su debilitamiento político aún en épocas de gobierno afines, como sucedió con la crísis final de la experiencia 73/76.

En los setenta -y aún antes- fue consolidándose una corriente neoconservadora que ejerció influencia cultural a partir del concepto de libre mercado y de la condena al estado de bienestar, en su débil versión vernácula. Esa línea de pensamiento, apoyada en los intereses concentrados, ejecutó su primera experiencia durante la dictadura de Onganía, aún cuando por necesidades derivadas de la alianza militar-sindical, no pudo concluir un proceso completo de privatización. Más tarde, Martinez de Hoz fue la versión corregida y aumentada de esa misma política.

La experiencia democrática iniciada en los 83 tuvo dos capítulos perfectamente diferenciables: el gobierno de Alfonsin pretendió modernizar la economía a partir de la incorporación de capital privado en los sectores operados directamente por el Estado, sin desnacionalizar ni concentrar. El éxito inicial del Plan Austral otorgó el tiempo que hubiera sido útil para esa experiencia, si se lo hubiese aprovechado correctamente. Por otra parte, la débil situación parlamentaria del gobierno determinó que no encontrase las mayorías necesarias para impulsar en el Congreso esa propuesta que quedó en los papeles.

Pero durante los noventa, el modelo neoconservador dominó el escenario. Por primera vez un proyecto de esa naturaleza pudo instalarse a partir de la legitimidad otorgada por el voto popular y con un alto nivel de aceptación inicial provocada por la estabilidad monetaria conseguida con el Plan de Convertibilidad. Fue a partir de 1995 cuando la suma de privatizaciones, desregulación y apertura que constituían el corazón del modelo, empezó a exhibir sus tremendos efectos de desigualdad.
2.- El retroceso en materia de distribución del ingreso alcanzó niveles dramáticos. La desocupación fue la primera razón: la destrucción del tramado industrial y el ajuste en las empresas públicas privatizadas llevaron los índices al record, con una característica particularmente perversa: no fue el resultado de una crisis más o menos pasajera, sino que tuvo carácter estructural en tanto destruyó cientos de miles de puestos de trabajo. Además, fue funcional a las necesidades políticas del gobierno, porque condicionó decisivamente cualquier actitud antagónica o confrontativa que denunciase los efectos sociales del modelo en marcha.

La privatización fue, en realidad, la conversión de monopolios públicos en monopolios privados, circunstancia que demuestra la falacia del «libre mercado competitivo» tal como se difundió en Argentina. Los entes de control, creados tarde y mal, actuaron de manera perfectamente compatible con los intereses de los nuevos monopolios. El impacto fue particularmente perceptible en los sectores medios empleados en las empresas públicas o en las industrias quebradas, y consagró la aparición de «la nueva pobreza».

La desigualdad alcanzó dimensión vertical -diferencia creciente de ingresos entre los sectores altos y bajos- horizontal -diferencia entre distintos grupos del mismo sector: ocupados y desocupados, trabajadores registrados o informales, empleos industriales o de servicio- y territorial, producida por el dislocamiento de las economías regionales arrolladas por la competencia externa y la apertura unilateral y no negociada. La modernización de ciertos sectores, como las comunicaciones o la informática, también tuvo efectos excluyentes porque los grupos sociales sin capacidad técnico-económica, quedaron fuera.

El crecimiento de la desigualdad puede apreciarse aplicando el coeficiente Gini, que es el indicador utilizado internacionalmente para medirla. El mejor Gini del mundo lo tienen hoy Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia, los países más equitativos del planeta, con un Gini de 0,25: Cuanto más cercano a cero es el índice, hay más equidad; cuanto más cercano a uno, la hay menos. El Gini promedio del mundo desarrollado es 0,30. El de Argentina era bastante malo en el 92 con respecto al promedio de los países desarrollados, puesto que alcanzaba el 0,42. Pero en el 97 pasó a 0,47 y en mayo de 2002 alcanzó 0,55. En esa época el 10% más rico de la población tenia el 34,7% de los ingresos y el 10% más pobre sólo el 1,4% (Kliksberg, Bernardo, «Hacia una nueva visión de la política social en la Argentina», citado por Ricardo Mario Sanchez en «La situación de la juridicidad en la Argentina»).

El efecto de este pensamiento económico y de su aplicación concreta en la Argentina, está a la vista: el país está socialmente desintegrado, la mitad de su población vive bajo la línea de pobreza y un porcentaje muy alto, en la marginalidad. La reversión resulta particularmente complicada porque además, hemos perdido el control de algunas variables esenciales por causas que van desde la desnacionalización de la industria hasta la desaparición de mano de obra especializada y de los institutos destinados a su formación.

La consolidación de una conciencia puramente rentística y especulativa en la burguesía nacional, también condiciona el futuro. Un capitalismo sin sentido de pertenencia ni compromiso y una sociedad sin capacidad de inclusión y de movilidad ascendente, necesariamente dan como resultado un alto nivel de desarraigo y de conflictividad.

En los noventa, Argentina vivió una realidad paradójica: el PBI creció más de un cincuenta por ciento, pero al mismo tiempo crecieron la pobreza, la informalidad, la ilegalidad y el delito. La privatización parcial del sistema previsional transfirió al Estado una carga financiera adicional y el gasto público se duplicó medido en dólares. La incompatibilidad entre tipo de cambio fijo y gasto público desbordado, resultó evidente en el mediano plazo. A partir de la convertibilidad, el impuesto inflacionario ya no fue utilizable, pero en su reemplazo incurrimos en el endeudamiento irresponsable que nos llevó al default.

3.- La crisis del sistema de educación pública contribuyó decisivamente a disminuir nuestro capital social, medido en términos de conocimiento acumulado y de capacidad para la creación o la incorporación de nuevo conocimiento. También en ese campo el desarrollo fue desparejo y excluyente para los grupos de bajos ingresos: mientras que el sector agropecuario incorporó una buena base científica en materia de biogenética y manejo de la tierra que lo llevó a mejorar su productividad aún en el marco de endeudamiento y concentración que también lo afectó, los sectores urbanos fueron perjudicados por la aplicación de reformas mal diseñadas y ejecutadas, que limitaron notoriamente la función de la escuela pública en tanto proveedora de conocimiento y promotora de integración social. La reaparición del analfabetismo, la notoria existencia de dificultades de comprensión conceptual o abstracta y la existencia de «nuevos analfabetos» que carecen de formación para el manejo de la tecnología digital básica, profundiza la visión de dos Argentinas separadas por una brecha creciente de desigualdad.

4.- El acoso de la inseguridad es una derivación necesaria de la injusticia establecida como sistema. No se trata de que los pobres y marginados sean delincuentes. Es que la exclusión social, sumada a la necesidad económica, genera resentimiento, agresividad y falta de respeto por las reglas establecidas, porque son las reglas de los privilegiados que «están dentro» y que además, dan la impresión de ser los primeros en violarlas cuando les conviene. Por eso, la seguridad pública debe garantizarse por vía del eficiente ejercicio estatal en el uso de la fuerza, pero también por la aplicación de políticas de integración social que provoque sensación de pertenencia y participación, e interés en preservar un sistema que protege a todos en condiciones relativamente parecidas. De otra forma, la política de represión como único camino para enfrentar el delito se convierte en un factor adicional de confrontación social.

5.- La falta de liderazgos consolidados contribuyó de manera notable a debilitar la trama social, ya que los líderes sociales son puntos de referencia que sirven para organizar y orientar la convivencia cuando poseen inteligencia operativa y alcanzan dimensión ejemplar en el plano ético.

La década de los noventa mostró una manifiesta claudicación del sistema de valores en la sociedad argentina. El pragmatismo, la especulación, el deprecio por el interés ajeno y la transgresión exhibida como un toque casi elegante produjeron un efecto disolvente de primera magnitud, porque todo sistema de relaciones sociales se apoya en un mínimo de confiabilidad recíproca que no puede sostenerse cuando los vivos ganan y humillan siempre.

En ese sentido, el menemismo tuvo un efecto contagioso, de penetración universal. La corrupción insolente se instaló en todos lados, fue funcional al modelo económico porque favoreció la concentración del ingreso y produjo una nivelación hacia abajo que colocó a una parte de la dirigencia en el mismo plano moral de quienes gobernaban.

El impacto de las desigualdades materiales, la pérdida de valores y la depreciación de los dirigentes, perforó el tejido social y lo debilitó hasta llevarlo al borde del colapso. El breve y patético episodio aliancista no sirvió en absoluto para modificar la situación, sino que agregó frustración a una sociedad ya trabajada por el escepticismo. La incorporación de Cavallo al gabinete constituyó una nueva contradicción que sólo pudo haberse justificado si el ministro que la había creado, salía de la convertibilidad. En tanto no tomó medidas en ese sentido, su presencia fue un peso muerto que además concluyó en el corralito, ruptura tal vez definitiva del radicalismo con la clase media.

La devaluación del comienzo de 2002, que era inevitable, produjo como primer efecto deprimir el salario, bajando los ingresos de los sectores en relación de dependencia que por lo menos en esa primera etapa, empeoraron su situación. La política de acción social directa, destinada a paliar las necesidades elementales de los sectores desprotegidos, implica el riesgo cierto de consolidar un sistema clientelístico al servicio del caudillismo elemental que solo es compatible con una visión autoritaria. Los millones de jóvenes que viven en centros urbanos y no estudian ni trabajan son la expresión más cruda de la catástrofe social.

Nada es casual. Hoy nos enfrentamos con las consecuencias inevitables de políticas que no supimos ni pudimos impedir.