Hace cuarenta años –el 9 de setiembre de 198– fallecía en la ciudad de La Plata el Dr. Ricardo Balbín. Sus restos fueron velados en el Comité Nacional que presidió hasta el último día de su vida. Uno siente el orgullo de ser hombre cuando se es testigo de las grandes expresiones de afecto y reconocimiento de la sociedad hacia un gran ciudadano. Al día siguiente vi como su cuerpo inerte salía de la sala mortuoria en hombros de sus hijos y de la multitud que lo disputaba. Y a pulso fue llevado varias cuadras por las calles de Buenos Aires.

Luego de un responso religioso en la Iglesia de la Piedad, emprendió la caravana el último regreso a su casa, camino que recorrió durante más de cuarenta años, día por día. Cuando desaparecía en la calle el eco del Templo, comenzó el largo cortejo. Séquito interminable y apoteótico. Atrás quedaron los rostros severos y respetuosos de los porteños. Se abría, por última vez, el camino definitivo de aquel que habló en todas las tribunas, sufrió las amarguras de la política, habló en la hora del debate, predicó en la hora de la paz; el hombre de su nación y de su tiempo.

La ruta era un cántico del pueblo, de banderines celestes y blancos que se agitaban, de aplausos; otros colgaban en sus balcones la Bandera nacional, muchos, con el llanto en el rostro, detenían la caravana para dejar una flor y darle el último adiós. La ruta era una efervescencia de corazones y de almas, y el féretro se asemejaba a un carro de triunfo. El triunfo de aquel que algunos creían que habían derrotado.

Pero también había un estremecimiento feliz en el corazón de los hombres y mujeres de ese tiempo, porque la muerte de Balbín fueron los funerales de la dictadura

Balbín fue uno de los últimos políticos de una época que nos parecía más heroica, más enérgica, de mayor frenesí espiritual, sobre la cual ha venido luego un diluvio de corrupción, cinismo y desesperanza. Las Repúblicas se hacen de hombres: ser hombre es, en la tierra, dificilísima y pocas veces lograda carrera. Y se forman de ciudadanos convencidos, como lo fue el gran orador. Nada hay que cautive tanto el ánimo como una convicción noblemente tenida, honradamente dicha, libre y concienzudamente expuesta como lo sabía hacer Balbín desde la tribuna.

Se recibió de abogado a los veintidós años con notas brillantes: lo esperaba un gran futuro en la profesión “pude haber sido un hombre rico”, me dijo una vez. Sin embargo dejó caer de sus manos la copa de los goces y se tomó del brazo de los perseguidos y desposeídos. Tiene su primera prueba en 1930 cuando la dictadura fascista derrumba al gobierno de Hipólito Yrigoyen y la mayoría de la dirección del partido estaba en prisión. Ahí comenzó su lucha por la libertad.

En la década siguiente le tocó enfrentar el gobierno de Juan Domingo Perón. En 1946 fue elegido presidente del bloque de diputados nacionales de la Unión Cívica Radical –el legendario “Bloque de los 44”– y el 29 de setiembre de 1949, a horas de que se cerrara el período de sesiones, fue expulsado de la Cámara por desacato al Presidente de la República.

Poco despué, fue detenido cuando hacía la fila para votar siendo él candidato a gobernador por la provincia de Buenos Aires. Le siguieron catorce procesos, conoció las cárceles de Rosario, San Nicolás y Olmos, en ésta última estuvo preso durante nueve meses. Nunca menguó su lucha, aún a costa de su libertad. Ya cargado de años fue detenido y procesado varias veces por la última dictadura.

Tuve el honor –por ser su secretario en el Comité Nacional– de compartir con él la amargura de la infamia y del calabozo. La libertad cuesta muy cara: es necesario o resignarse a vivir sin ella o decidirse a comprarla por su precio. Pero es ley que donde fue más cruel la tiranía sea luego más amada y eficaz la libertad.

Orador excepcional, seducía el oído su lenguaje, aún sus palabras más sencillas se embellecían en sus labios por el modo de emplearlas. Un orador brilla por lo que habla; pero definitivamente queda por lo que hace. Nacen de un gran dolor, de un gran peligro o de una gran infamia. No conocí orador más completo en la política argentina de los tiempos modernos. Las plazas griegas y las juntas francesas de la revolución lo hubieron reconocido como suyo.

Fue una fuerza de palabra, como otros son fuerza de acto. Encierra el orador, en su alma, palabras de instinto, que vienen al mundo en las horas decisivas. En la plaza pública, cuando hablaba en la tribuna, como aquella primera vez que lo escuché en La Rioja cuando era estudiante, entraba en nuestras almas un vasto rumor de ideales entusiasmos, una cálida ráfaga de esencial patriotismo y trascendente humanidad. Cuando despide a Perón en el Congreso, tuve la suerte de ser testigo como diputado, aquel discurso es como vuelo de águila por cumbres!

Balbín fue de una vida austera. Mientras hacía política ejercía su profesión de abogado. Lo poco que tuvo lo hizo con su trabajo. Los hombres públicos, para su honra y la de su familia, como los caballos de raza, deben exhibir donde todo el mundo pudiera verlo, el abolengo de su fortuna.

Desde su convicción radical nunca declinó su apasionada faena por la unión del pueblo argentino. Por eso dejó de lado su amor propio y estrechó la mano de su viejo adversario Juan Domingo Perón y juntos abuenaron el pueblo argentino borrando las viejas antinomias. Dejó la lección de que las heridas sólo se suturan cuando fueron abiertas para que sirvan a la posteridad. Perón le ofreció todo. Un día se lo pregunté. Es verdad, me dijo, pero la democracia se nutre de los partidos políticos…había que cuidar el radicalismo.

De él aprendí que hay que ser leales a nuestra causa, que hay que ser radicales en todo, que no hay que comulgar con aquello que ha sido justamente condenado, que hay que combatir contra todos los fantasmas del odio, poner siempre delante del partido a la Nación y como él decía, custodiar la democracia, pero la democracia con pan, con vivienda, con seguridad y creer en la política como la más límpida actitud frente a la vida. Muchos creen que todo se puede comprar, Balbín demostró que hay valores sin precio. El no quería la libertad de la tasas, quería la libertad del hombre.

Cuando la democracia estaba al borde del abismo, en las puertas del infierno, habló al país el 16 de marzo de 1976. “No se realizará la democracia sino con la unión de todos los argentinos”. Pero nadie lo quiso escuchar.

El hombre de piel gastada por todos los vientos y todos los soles rechazó el totalitarismo como una lacra que inferioriza la raza humana. Para él los Derechos Humanos no eran consignas banderizas de un grupo de resentidos ni una pantalla para encubrir latrocinios. Ya antes de 1976 –que algunos olvidan– la lucha de Balbín tuvo otro frente: los presos y desaparecidos. “Cuando alguien acuda a usted pidiendo que lo defienda, no pregunte de donde viene, luche por su libertad”. Este consejo me dio Balbín cuando se produjo el golpe del 24 de marzo de 1976 y advino la tiranía y había que defender los presos.

Este año se cumplen cuarenta años de la “Multipartidaria”. Por iniciativa de Ricardo Balbín, el 14 de julio de 1981, y desconociendo el estado de sitio se reunieron los principales partidos políticos : la Unión Cívica Radical, bajo su presidencia, el Partido Justicialista, con Deolindo Bittel, el Partido Intransigente, con Oscar Alende, el Partido Demócrata Cristiano, con Francisco Cerro, y el Movimiento de Integración y Desarrollo, con Arturo Frondizi. Más tarde se integraron a la multipartidaria el Episcopado Argentino y los otros partidos políticos. El 28 de agosto, a pocos días de la muerte de Balbín, la Multipartidaria emitió el documento “Convocatoria al País”. En el mismo se reclamaba al gobierno militar el retorno al estado de derecho, la normalización de la actividad política, sindical y estudiantil, un programa de emergencia económica y la recuperación del salario real, todo bajo el lema: “La reconciliación no se podrá alcanzar si no es sobre la base de la verdad”.

Hoy los argentinos debemos retomar el esfuerzo de la reconciliación y la unión nacional, de lo contrario no tenemos destino. Ese es el ejemplo que nos dejan los hombres que supieron, en circunstancias más aciagas, tener conciencia que mientras todo no esté hecho, nadie tiene derecho de sentarse a descansar.

La vida de Ricardo Balbín ha sido una vehemencia y también una comprensión. Fue palabra y acción, ministerio apostólico por un ideal. Su destino: como hombre, servir modestamente a los demás hombres, como ciudadano custodiar la República, andando con el radicalismo al hombro por los caminos de la vida, y morir de la mano de la libertad, pobre y noblemente. En él fue enteramente digno el ser humano.

Por el gran repúblico, a cuarenta años de su muerte, inclinamos respetuosamente la cabeza.

                                                                                                                                       Raúl Alfredo Galvan

                                                                                           Presidente de la Comisión Nacional de Homenaje al Dr. Ricardo Balbín

                                                                                                                             Instituto Nacional Yrigoyeneano